lunes, 8 de enero de 2007

IV. Tiatira (2a. parte)

Capítulo IV
T I A T I R A
(2a. parte)


Los fraudes píos y la feudalización del papado
Después de que Carlos Martel contuviera la invasión musulmana a Europa en 732 en la batalla de Poitiers, al sur de Francia, en 750 el papa Zacarías legitimó el golpe de estado que llevó a Pipino el Breve, hijo de Carlos Martel, al trono de Francia. Este monarca, a petición del papa Esteban II, arrebató a los lombardos de Italia un conjunto de tierras comprendidas en el Exarcado y la Pentápolis, que entregó al papado (756), recibiendo a su vez del papa el título de Patricio de los romanos, título que reflejaba una misión protectora sobre Roma. Este fue el origen de los llamados Estados Pontificios, recibiendo así el romano pontífice plenamente poder temporal de manos de otro mandatario del mundo. Pero lo curioso es que todo eso ocurre al tiempo en que fue puesto en circulación un falso documento relacionado con una supuesta Donación de Constantino el Grande (se puede leer este falso documento en el apéndice del presente capítulo) de una parte de su Imperio; es decir, ¿qué pretende la donación? Que "la ciudad de Roma y todas las provincias, distritos y ciudades de Italia" fueron donados por Constantino al papa Silvestre I (314-335), y a sus sucesores. Se trata de uno de esos famosos "fraudes píos", escrito en el siglo VIII, aparentando, claro, que había sido escrito en el siglo IV, en vida del emperador Constantino, por medio del cual se pretende demostrar que Constantino, a comienzos del siglo IV, por medio de ese documento, había dado al obispo de Roma, en ese momento Silvestre I, autoridad suprema sobre todas las provincias imperiales de Europa, aun por encima de los emperadores. ¿Qué motivo aparente hubo para esa donación? Una supuesta curación milagrosa de la lepra, que imaginariamente sufriera Constantino, "milagro" ocurrido cuando Silvestre le administraba el bautismo. En ese documento espurio aparece que Constantino le confiere al papado el palacio de Letrán en Roma, la tiara y todas las vestimentas e insignias imperiales.
La razón aducida es que Constantino trasladó la capital imperial de Roma a Constantinopla. Eso justificaba los llamados Estados Pontificios. Es imperativo tener en cuenta que durante el reinado de Constantino el Grande no existía el papado romano. Durante siglos este documento sirvió a los intereses del papado romano para justificar también sus pretensiones y el derecho de injerencia en los asuntos de las iglesias cristianas y soberanos europeos, y para fortalecer la autoridad del papado en una época cuando ese sistema estaba en peligro de desplomarse por la proliferación de "iglesias" tribales, reales y feudales. He ahí un espurio documento circunstancialmente saliendo del puño de un emperador que jamás se despojó de su dignidad de sumo pontífice babilónico, y en el cual vemos un vivo retrato de la ramera vestida de púrpura montada encima de la bestia, que nos describe el capítulo 17 de Apocalipsis.
Cuando se escribió este anacrónico documento endilgado a Constantino, era una época oscura en la cual abundaba la ignorancia y la gente era fácilmente engañada, y, además, se carecía de medios para probar las falsificaciones, de tal manera que sólo en el Renacimiento y en los albores de la Reforma, cuando Eugenio IV ocupaba el cargo de papa, hubo claridad de que estos documentos carecían de fundamento, y se probó que eran una falsificación. Lo espurio de estos documentos fue demostrado, entre otros estudiosos, por el ingenio de dos eruditos de la época, Nicolás de Cusa en 1433 y Laurencio Valla en 1440. Valla, secretario papal y canónigo de la Basílica de San Juan de Letrán en Roma, fue un humanista dotado de suficiente astucia crítica para revelar el carácter espurio de estos documentos, como también se deleitaba en manifestar que el llamado credo de los apóstoles no había sido redactado por los doce apóstoles, como se había difundido. También alentó el estudio del hebreo y del griego a fin de que se conociera la Escritura en sus idiomas originales y con ello se propuso debilitar la confianza en la Vulgata como versión autorizada por Roma, debido a sus errores implícitos.
Otro "fraude pío" de mayor influencia aun fue una serie de documentos que se conocen como las Falsas Decretales de Isidoro, publicadas alrededor del año 830, profesando haber sido compiladas por un tal Isidoro Mercator (Isidoro, obispo de Sevilla, España (560 - 636), es considerado el personaje más influyente durante los reinados de los reyes visigodos Liuva II, Witerico, Gundemaro, Sisebuto, Recaredo II, Suintila y Sisenando. Las falsas Decretales de Isidoro fueron atribuidas deliberadamente a Isidoro, como coleccionadas por él, a sabiendas que eran documentos espúreos, a fin de darles credibilidad debido al prestigio y genuina autoridad de que gozó Isidoro en España y fuera de ella. Sobre las Pseudo-Isidorianas se fundamentó la edificación de la monarquía papal, edificación que siguió en pie aumentada, aún después que los hombres descubrieron que todo había sido un espantoso fraude) y ser decisiones adoptadas por los concilios y primitivos obispos de Roma desde los apóstoles (por ejemplo, a Anacleto, obispo de Roma en 103-112, se le atribuyen tres de las falsas decretales), reclamando la suprema autoridad del papa sobre la iglesia universal, consolidar la disciplina eclesiástica y la independencia de la iglesia del Estado, entre otras cosas. Los escritos falsos fueron hábilmente combinados con otros auténticos, como cartas conciliares, cartas papales y otros, pero nadie supo distinguir entre lo verdadero y lo falso. En una época llena de atraso, ignorancia y superstición, cuando no se hacía examen crítico de documento alguno, estos escritos fueron aceptados como genuinos, y fueron usados para afirmar las pretensiones papales por cientos de años. Juzgue el lector lo espurio de estas pseudo-isidorianas, si ponen a los primeros obispos de Roma a citar a Jerónimo, el autor de la versión bíblica la Vulgata Latina, mucho antes de que éste naciera. Esas Decretales hicieron de la supremacía romana una monarquía sacerdotal absoluta, a tal punto que el papa Nicolás I (858-867) llegó a afirmar que esos escritos espurios eran iguales a las Escrituras en autoridad, y en nombre de una gran mentira, los papas romanos se constituyeron en dueños y señores de todos los hombres. En el siglo XVI, las Decretales pasaron por el cedazo de la crítica erudita, tanto por el lado protestante como por el de los católicos, hasta que por fin el papa Pío VI reconoció el fraude en 1789; pero ya el mal había sido sembrado y sus funestas consecuencias aún persisten y persistirán hasta que la gran ramera reciba su justo juicio y sea destruida por la bestia en los días finales de esta era, conforme lo ha dispuesto el Señor en Su Palabra.
Se registra asimismo que el papa León III es expulsado o huye de Roma a causa de un levantamiento, pero se sabe por una carta del año 799 de Albino Alcuino, eclesiástico inglés y consejero de Carlomagno (742-814), que éste restablece al pontífice, quien a su vez, el 23 de diciembre del año 800, corona como emperador de los romanos y con el nombre de Carlos Augusto a este hijo de Pipino el Breve, "reconstituyendo" así el Santo Imperio Romano de Occidente, a través de una ficción de aclamación por parte del pueblo de Roma. Carlomagno, en su condición de "protector de la iglesia, designado por Dios", e influido por el agustinismo político, tiene injerencia en los asuntos eclesiásticos, como presidir sínodos, intervención en cuestiones teológicas y doctrinales, en asuntos económicos y administrativos, nombramiento de obispos y abades a los que transforma en funcionarios imperiales, y le da incluso consejos espirituales al mismo papa.
En 962, Otón I, fue coronado por el papa Juan XII como emperador del Santo Imperio Romano Germánico, institución que había de persistir hasta 1806. Téngase en cuenta que este emperador era descendiente de Carlomagno por parte de su madre. Los dos, el emperador y el papa, firmaron un acuerdo, el Privilegium Ottonis, por medio del cual Otón concedió al papa la jurisdicción temporal sobre unas tres cuartas partes de Italia, y por su parte los romanos se comprometieron a no consagrar como papa a ninguno que no jurara fidelidad al emperador. Una de las razones de esta institución imperial era que en teoría la cristiandad había de tener dos cabezas terrenales, pretendidamente ambas "divinamente comisionadas", la una civil, el emperador, y la otra espiritual, el papa romano.
Pero en la práctica el ideal de reunir la cristiandad en una sola unidad bajo el doble dominio del santo imperio romano germánico y el papado, jamás pudo realizarse; al contrario, cada monarca europeo aspiraba controlar aquella porción eclesiástica que estaba dentro de sus dominios, y se resentía de cualquier interferencia del papado, y esto se analiza como una preparación previa a la posterior y coyuntural formación de las "iglesias nacionales" a raíz de la Reforma. Sobre este asunto volveremos en el capítulo relacionado con Sardis.
Todo lo anterior dio como resultado la feudalización del pontificado, y se estableció una especie de concordato entre el papado y el emperador romano-germánico, en el que al fin de cuentas era difícil determinar quién mandaba a quién en un mar de confusiones en lo que respecta a las relaciones entre el poder secular y el poder religioso. Obispos recibiendo tierras de los señores feudales, cayendo en la triple condición de eclesiásticos-vasallos-pseudo señores feudales. Consecuencias: Simonía, u obtención de las dignidades eclesiásticas a cambio de dinero, y nicolaísmo, o disfrute de dichos cargos por personas sin vocación, como producto de las investiduras laicas. Al ir declinando el poder de los monarcas carlovingios después de acaecida la muerte de Carlomagno, fue aumentando el del papado romano, y los obispos y abades llegaron a ser señores feudales, y en muy poco se distinguían de sus vecinos laicos de no ser en sus títulos y funciones eclesiásticas. El espíritu de esta situación se ha perpetuado como una herencia hasta los tiempos contemporáneos.

El cesaropapismo en el cenit
No podemos dejar de registrar la errada interpretación que la teología medieval le dio a la obra magistral de Agustín, la Ciudad de Dios. Agustín enfatiza el enfoque apologético de la teología de la historia, pero los teólogos de la iglesia apóstata la interpretan como una prueba de la superioridad de la autoridad espiritual sobre la autoridad secular, lo cual le daba un gran espaldarazo a las pretensiones papales. Paulatinamente y sin fundamento y respaldo escriturario se fue pergeñando y divulgando en esa pacata e ignorante sociedad medieval la idea de que el papado romano y todo su montaje temporal daba cumplimiento al profético reino de Dios en la tierra, mutilando la profecía, claro está, de muchos elementos fundamentales, como el que el verdadero Rey es el Señor Jesucristo y no el papa, que el tiempo de ese reinado se da en el marco de Su segunda venida, que la capital de ese reino no es Roma sino Jerusalén, que en ese tiempo no habrá cárceles, ni ejércitos terrenales, ni inquisición, ni violencia, ni hambre, época en que los hombres construirán sus casas y podrán vivir en ellas, tiempo en el cual eventualmente los leones y las fieras pastarán con el ganado, y los niños jugarán con las serpientes. Al respecto dice A. Gibert:
"Vemos por las epístolas del Nuevo Testamento que los primeros cristianos esperaban constantemente al Señor Jesús. En la era de las persecuciones esta esperanza daba fuerza y ánimos a las almas. Pero pronto la Iglesia se estableció en el mundo y la visión del regreso personal de Cristo fue perdida de vista. Se hablaba del juicio venidero, eso sí, del gozo de los elegidos, del "fin del mundo", pero todo ello de forma muy vaga, mezclada con muchas supersticiones y fábulas. Algunos "Padres de la Iglesia" se ocuparon de los escritos proféticos y su interpretación, como Clemente e Irenéo, en el segundo siglo; más tarde, Eusebio, Jerónimo y, sobre todo, Agustín; pero ellos interpretaban como ya cumplidos los juicios del Apocalipsis, los cuales relacionaban con los tiempos del Imperio Romano. (Para ellos el Anticristo era dicho Imperio, perseguidor de los fieles.) Pero una vez llegado el triunfo de la Roma papal consideraron a ésta como la Nueva Jerusalén y la relacionaron con todas las promesas de las profecías. Solamente algunos espíritus selectos en el curso de la Edad Media llegaron a ser conducidos a la idea de un reino futuro de Cristo sobre la tierra. Otros, ante los escándalos de Roma, interpretaron que el Papa era el Anticristo. Los reformadores retuvieron la misma idea y no sondearon apenas en los detalles de la Revelación. Sin embargo, en algunos teólogos, tanto católicos como protestantes, se despertó la convicción de que los acontecimientos relatados simbólicamente en el Apocalipsis, iban dirigidos hacia el fin de la era cristiana y lo que la sigue, y que conducían a un reino milenario que ha de ser establecido después de los juicios divinos, mediante la conversión del mundo". (A. Gibert, en el Prefacio del Estudio sobre el Libro de Apocalipsis, de J. N. Darby, op. cit., pág. 11).
Pero a pesar de todas estas claridades bíblicas, esas otras falaces ideas fueron infundidas en una sociedad que no conocía la Biblia ni las verdades de Dios, y el cesaropapismo siguió adelante y tuvo su período culminante durante unos ciento cincuenta años entre 1073 y 1216, época que se destaca porque el papado romano gozó de un poder casi absoluto, no solamente sobre el sistema católico romano, sino sobre las naciones de Europa, cuya cumbre fue alcanzada durante el gobierno de Gregorio VII (1023-1085), más conocido por Hildebrando, su nombre de familia. Parece haber pertenecido a una familia aristocrática, pues la madre hacía parte de una familia de banqueros; nacido en un pueblo de la Toscana, en Italia; hijo de un carpintero. Estudió en el monasterio de Clugni, practicando allí un ascetismo riguroso. De allí fue llamado por León IX (1049-1054) para que le sirviera de consejero, y lo hizo superior del monasterio de San Pablo Extramuros, en Roma, el cual se encontraba moralmente muy degradado. Hildebrando era un hombre muy enérgico, de carácter soberbio y vehemente. León IX no tomaba ninguna determinación de importancia sin consultar con Hildebrando, quien se constituyó en el poder tras el trono durante unos veinte años, y era quien elegía los papas sucesivos a la muerte del reinante, por lo cual llegaron a llamarle "hacedor de papas", antes de emplear la triple corona como sucesor de Alejandro II en 1073, hasta su muerte en 1085.
Liberó al sistema católico romano de la dominación del Estado, y le puso fin al nombramiento de los papas y los obispos y por los reyes y emperadores. En esa época muchos soberanos, a cambio de fidelidad feudal, ofrecían a los clérigos un cayado y anillo episcopal. Muchos prelados y clérigos lo odiaban porque se propuso reformar el corrompido clero y acabar con la simonía, o sea, la compra y arriendo de puestos en ese sistema religioso. También puso en vigor el celibato clerical, anteriormente aprobado, contrariando la Palabra de Dios que dice expresamente que el obispo tenga su esposa y sus hijos (cfr. 1 Timoteo 3:1-4; Tito 1:6).
Existe un documento de Hildebrando titulado Dictatus Papæ ("En el siglo XI, con Gregorio VII, tuvo lugar un giro decisivo dentro de la propia estructura del poder. En su Dictatus Papæ (año 1075), el papa se alzó contra la prepotencia del poder secular que había degenerado en simonía, nicolaísmo y toda clase de sacrilegios, e inauguró la ideología del poder absoluto del papado... El papa se concibe a sí mismo, místicamente, como el único reflejo del poder divino en el orden de la creación. Él es su vicario y lugarteniente. En este sentido hay que entender las proposiciones formuladas en el Dictatus Papæ... El Summus Pontifex asumía, pues, la herencia del Imperio Romano y se instituía como poder absoluto, uniendo en su persona el sacerdotium y el regnum. Era la dictadura del papa". José Grau. Catolicismo Romano: Orígenes y Desarrollo. EEE, 1990, pág. 1051) en el cual define la posición papal mediante veintisiete afirmaciones, como:
- La iglesia romana fue fundada por Dios.
- Sólo el pontífice romano merece el título de "universal".
- Solamente él puede deponer o reinstalar a los obispos.
- Sólo él puede usar la insignia imperial.
- Él es el único hombre a cuyos pies deben besar los príncipes.
- Él puede deponer a los emperadores.
- Él puede trasladar a los obispos de una sede a otra.
- Puede dividir obispados ricos y unificar los pobres.
- Tiene la autoridad de ordenar clérigos de cualquier iglesia, y quien sea por él ordenado no puede recibir un grado mayor de parte de otro obispo.
- Ningún sínodo puede ser llamado general sin su autorización.
- Una sentencia por él expedida no puede ser anulada por nadie sino por él mismo.
- El papa romano no puede ser juzgado por nadie.
- A él deben ser presentados para su resolución los casos importantes de todas las iglesias.
- La iglesia católica nunca erró, ni errará jamás por toda la eternidad.
- Aquél que no esté en paz con la iglesia romana no será tenido por católico.
- El pontífice romano puede liberar a los súbditos de la fidelidad hacia un monarca inicuo, o a quienes estén sujetos a lealtad a hombres malvados. (GREGORIO VII: Registrum, PATROLOGÍA LATINA, CXLVIII).
Como podemos observar, uno de los propósitos de Hildebrando fue someter todos los gobiernos al papado romano. Algunos gobernantes europeos como el emperador alemán Enrique IV, ambicionaban dominar a toda Europa, el cual también traficaba con los cargos eclesiásticos. Este emperador se disgustó con el pontífice Hildebrando y trató de deponer al papa mediante un sínodo de obispos alemanes que convocó. La reacción de Hildebrando fue la de excomulgar a Enrique IV, advirtiendo a sus súbditos que no estaban obligados a guardar lealtad a su excomulgado soberano.
La historia registra que Hildebrando puso al emperador en una situación de impotencia, y en enero de 1077, el emperador tuvo que humillársele al papa ante la puerta del castillo en Canosa, donde había esperado afuera durante tres días, descalzo, con frío y, según el relato histórico, le sirvió de estribo para que Hildebrando montara a su caballo. El supersticioso e ignorante pueblo de esa época creía vivamente en el "poder de las llaves", y la generalizada opinión era que el papa podía mandar a las almas al infierno si él así lo deseaba; y estas cosas ayudaron a Hildebrando a que, sin necesidad de ejércitos pudiese imponer su poder sobre todas las naciones de Europa, incluyendo los emperadores.
El reinado de Hildebrando sentó las bases para que ejercieran poder autocrático sucesores suyos del cuño de Inocencio III (1198-1216), quien en opinión de algunos es el verdadero representante de la mayor altura del poder terrenal del pontificado romano y su influencia política en Europa Occidental. El verdadero nombre de este aristocrático personaje es Lotario de Conti di Segni. Al ser coronado papa dijo: "El sucesor de san Pedro ocupa una posición intermedia entre Dios y el hombre. Es inferior a Dios pero superior al hombre. Es el juez de todos, mas no es juzgado de nadie". También una carta oficial suya dice que al papa "le había sido encomendada no solamente toda la iglesia, sino todo el mundo, con el derecho de disponer finalmente de la corona imperial y de todas las demás coronas", y así lo sostuvo durante su reinado.
Inocencio III era consciente de que a los gobernantes seculares Dios les confiaba ciertas misiones, pero que Dios había ordenado tanto el poder pontifical como el real (secular), y decía que así como Dios había creado al sol y a la luna, y de la manera como ésta recibe su luz de aquél, así el poder del príncipe deriva su dignidad y esplendor del poder papal, y aun en la misma Roma obligó a los oficiales civiles a que lo reconociesen a él como soberano antes que al emperador, y llegó a sustituir a los jueces imperiales por los que él nombró. Para esa época, la casi totalidad de los pueblos de Europa occidental había sido ganada a la fe cristiana pero sólo como una aceptación objetiva y nominal, pues la gran mayoría no tenía sino un vago concepto de la "religión" que habían abrazado, y lejos estaban de conocer "la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús", incluyendo aun, con contadas excepciones, al clero, obispos y a los papas.

Algunas paradojas del papado romano
Al decaer el Imperio Romano, el papado fue asumiendo muchas de las funciones antes ejercidas y ejecutadas por el Estado. De la Iglesia se fue formando una organización institucionalizada plagada de contradicciones con relación al evangelio, su fuente escrita natural. Llegó un momento en que la Iglesia se empezó a institucionalizar como heredera de las instituciones propias del Imperio Romano. Entre otras instituciones, la Iglesia le heredó al Imperio el derecho, la centralización burocrática, la organización política en diócesis y parroquias, la titulatura, los cargos (todo el andamiaje de la jerarquía, y entre los cargos, el primero es el de papa, sucesor del César); todo eso extraño al modelo neotestamentario dejado por el Señor para Su Iglesia. La Palabra de Dios no admite que las dos ciudades, la terrenal y la celestial, se entremezclen y se confundan, y eso fue lo que sucedió en Tiatira, aunque esta condición se dio en menor escala en otros períodos proféticos, pues se entiende que en muchas iglesias hubo también alguna dosis de elementos de la ciudad terrenal entremezclados con la ciudad de Dios. Debido a esa mezcla se han dado muchas contradicciones en esa institución, de las cuales relacionamos algunas.
El papa romano pretende desplazar al Espíritu Santo diciendo que es el vicario de Cristo en la tierra, y ostenta el título de Vicarius Filii Dei (vicario del Hijo de Dios), pero la Biblia dice que el verdadero Vicario de Cristo ahora en la Iglesia es el Espíritu Santo:
"16Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre. 26Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho. 7Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuere, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré. 13Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. 14Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber. 15Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que tomará de lo mío, y os lo hará saber" (Juan 14:16,26; 16:7,13-15).
La figura del papa como supuesto vicario de Cristo es herencia babilónica, pues, a diferencia del faraón egipcio, el rey mesopotámico no fue divinizado sino excepcionalmente; en Babilonia el verdadero soberano era el dios de la ciudad, del cual el rey era considerado su vicario o regente.
Los romanos pontífices fueron considerados en la época de su mayor esplendor como los sucesores de los césares, y el papado como el exponente y protector de la Románitas (civilización grecorromana), edificadores de un imperio cuyo centro era Roma, pero a la vez pregonando la pretendida sucesión apostólica del primado y de un ficticio trono que Pedro jamás tuvo ni ostentó. ¿Verdadera consecuencia? El cristianismo fue sustituyendo la unidad en el amor por la visible unidad de su estructura, y entró a mezclar el poder político del imperio terrenal con el poder de la cruz y de la resurrección del Señor Jesús, por lo cual la expresión de este último poder se fue debilitando en ese matrimonio.
Desde Gregorio I el Grande, los romanos pontífices empezaron a llamarse servus servorum Dei (siervo de los siervos de Dios), como una interpretación traída de los cabellos de las palabras del Señor en el evangelio cuando se refirió a los que deseaban ser los más grandes entre los discípulos, diciendo que para lograrlo debían ser siervos de todos7. Se nos ocurre una expresión saturada de hipocresía en boca de los que ocupan el trono papal, pues el romano pontífice vive en un super lujoso palacio, rodeado de inmensas riquezas y sirvientes, en contraste con el Señor Jesús, que vino no a ser servido sino a servir, y no tuvo siquiera una piedra para recostar Su cabeza.
El papado romano es paradójico, por cuanto es un sistema que navega en el controvertido y proceloso mar del mundo, la inmoralidad, la intriga, fornicación, derramamiento de sangre, simonía, mientras que proclama ser el representante de Jesucristo en la tierra. El papado romano en su afán ecumenista, pretende ser el epítome de la unidad, constituyéndose, lo que predican y practican, en una verdadera antinomia con las enseñanzas de quien dicen representar, pero a través de la historia sus pomposas vanidades, presunciones y actuaciones, lo han constituido en prominente obstáculo para la unidad de los diferentes sistemas religiosos cristianos, que algunas corrientes proclaman.
Los papas de Roma dicen ser los adalides de la paz, pero por sus ambiciones de poder la historia registra que han tenido poderosos ejércitos para sojuzgar, enfrentarse y hacer la guerra a las potencias europeas, para imitar a los reyes de la tierra en una época en que lo más importante y benéfico era hacer la guerra. Las Palabras del Señor Jesús son: "Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios" (Mt. 22:21). Además, dijo: "La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo" (Juan 14:27). Las cruzadas representaron un esfuerzo por construir el reino de Dios en la tierra mediante los mismos métodos de aquel mundo que la Palabra de Dios declara estar en enemistad con el evangelio, y que constituye por sí mismo la antítesis del ideal cristiano respecto a la guerra.
Curiosamente, desde la primera cruzada, emprendida por el papa Urbano II en 1096 para ir en auxilio del emperador bizantino contra los musulmanes y rescatar los lugares santos en Palestina, fue prometida la "indulgencia plenaria" a todos los que tomaran parte en ella, y vida eterna a todos los que perdiesen la vida en la empresa. Se dice que fueron indiscutibles protagonistas para la acción de la civilización de los bárbaros, pero crearon, promovieron y alentaron la tristemente célebre Inquisición, página negra que empaña y enlutese la historia de la humanidad. Condenaron la tortura, pero mediante la "santa" Inquisición, aprobaron la tortura y la muerte contra sus enemigos, llámense herejes, protestantes, judíos o hechiceros y todos los que rechazaron las falsas doctrinas del catolicismo romano.

La corona pontificia
La corona papal es un símbolo del poder y de fuerza terrenal, usado para recuperarse triunfalmente tras los saqueos de las hordas bárbaras y los embates codiciosos de emperadores europeos del cuño de Napoleón Bonaparte, y para imponer la voluntad cesaropapista sobre las naciones sobre unos mil oscuros años. El papa romano dice ser el vicario de Cristo, pero ostenta una corona de tres pisos, la tiara, de oro fino adornada con alrededor de unas 200 piedras preciosas, que tiene un valor de millones de dólares, en contraste con el Señor Jesús, quien durante su vida terrenal no tuvo otra corona que la de espinas. El verdadero oro de la Iglesia es la vida que Dios nos da por la obra de Su Hijo, es Su presencia en nosotros, y las piedras preciosas son las formas como Dios por Su Espíritu se forja en nosotros, Su obra de purificación y perfeccionamiento en el hombre, hasta que lleguemos "a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo" (cfr. Wfesios 4:13b).
La tiara papal tiene una historia curiosa. Nicolás I (858-867), el primer pontífice que supo sacarle provecho a las espurias Decretales Isidorianas, fue el papa que instauró la costumbre de la coronación de los sumos pontífices romanos, aunque al principio se limitara a una simple corona llamada "tiara". Hildebrando adoptó una corona con la inscripción "Corona Regni de Manu Dei". Bonifacio añadió una segunda corona con las palabras "Diadema imperii de manu Dei"; y Juan XXII con su corte en Aviñón, añadió una tercera corona, perfeccionando así el símbolo. Tres coronas: el poder espiritual, el poder temporal y el poder eclesiástico. Esos tres poderes papales con que relacionan la triple corona de la tiara papal, para algunos corresponden a su triple pretensión teocrática, esto es, que se dice ser señor y amo de la iglesia, señor del mundo y señor de ultratumba; recuerden que se arrogan el derecho de vender indulgencias para que la gente se salve de las llamas del purgatorio; además proclaman que fuera de la Iglesia Católica Romana no hay salvación.
En tiempos de Bonifacio VIII (Benedicto Gaetani), papa romano desde 1294 hasta 1303, sucesor del octogenario Celestino V, se hizo notoria la decadencia del papado, y, sin embargo, este personaje irascible, arrogante, sin tacto y amador de la magnificencia, hizo grandes y jamás promulgadas reclamaciones en favor de la autoridad papal, pero a menudo salía derrotado en esos esfuerzos por imponer su voluntad. Bonifacio VIII se puso la corona el día en que hizo su atrevida y falaz declaración: "La iglesia tiene un cuerpo y una cabeza, Cristo y el vicario de Cristo, Pedro y el sucesor de Pedro: en su poder hay dos espadas, una espiritual y una temporal; ambas clases de poder están en las manos del romano pontífice". La historia asimismo registra que este personaje practicó la brujería. Pero lo más infame es que profesando ser ateo, en un gesto blasfemo tildó al Señor Jesús de mentiroso e hipócrita, cuando también se dice de él (Bonifacio) que era un homicida y un perverso sexual.

El clero
Es bíblico que todos los creyentes en el Señor Jesús, los hijos de Dios, son sacerdotes para Dios, pero progresivamente y desde antes de mezclarse la Iglesia con el Estado, ésta se venía agrupando en torno del clero guiado y orientado por los obispos, y constituido preferencialmente por ellos. Después que a comienzos del siglo II empezara a diferenciarse el clero de los laicos, con el tiempo se desarrolló un tipo de sacerdocio copiado conscientemente, lo mismo que actos litúrgicos, vestimentas y otras cosas, del sacerdocio judaico de los tiempos pre-cristianos y la influencia del sacerdocio pagano, con la diferencia de que ofrecían sacrificios incruentos en el altar que también habían copiado, y se fue perdiendo la expresión del sacerdocio de todos los creyentes. Cambiaron el orden establecido por Dios, dividiendo a los creyentes en dos clases: una de laicos y otra dotada de vestiduras sacerdotales, mitra y hasta corona y vestiduras reales. Aún antes de que fuera decretada la tolerancia para el cristianismo por parte del Estado, y sumida aún la Iglesia en la negra época de las persecuciones, no pocos obispos se empezaban a interesar por su prestigio personal, a veces inmersos en intrigas y pompas del tipo de los dignatarios imperiales, el mismo poder antagónico que crucificó a Jesús.
Se fue introduciendo en muchas partes del Imperio que en esos imponentes edificios o templos erigidos después de Constantino, hubiera un santuario que contuviera el altar, el trono del obispo y los asientos del clero, todo separado por una mampara para que los laicos no pudieran entrar hasta allá. Los hombres, dejando a un lado lo establecido por Dios de que en cada iglesia local se estableciesen obispos (palabra sinónima de pastor, anciano y presbítero), prefirieron que el cargo de obispo fuese el de un ministro de una gran ciudad, quien tenía un trono (cátedra) para sentarse, y un magnífico templo (catedral), desde el cual ejercía autoridad sobre las iglesias de una región. El desarrollo jerárquico del clero sin duda recibió la influencia de la organización militar que distinguió al Imperio Romano. Contraviniendo los principios bíblicos, con el tiempo, los obispos de las ciudades más grandes, o metrópolis, empezaron a ejercer autoridad sobre los obispos de sus distritos o provincias y se llamaron arzobispos, metropolitanos. Esto oficialmente fue aprobado en el concilio de Antioquía en el año 341. También se erigieron los patriarcas como los de Jerusalén, Antioquía, Constantinopla, Alejandría y Roma.
Por otro lado, el colegio de cardenales también es copiado de las instituciones del Imperio Romano. En Roma a los magistrados sacerdotales les llamaban pontífices, o sea, el que tendía un puente entre los hombres y los dioses mediante ritos. La palabra pontífice viene de las palabras latinas pons, puente, y facio, facere, hacer; luego su significado literal es "constructor de puentes". Al igual que los pontífices del paganismo, los pontífices (cardenales) de la Roma pagana formaban un Collegium presidido por el Pontifex Maximus, cargo que a la sazón ostentaba el emperador de turno.
La palabra cardenal procede del latín cardinalis, fundamental; también dicen que del latín cardo, que significa bisagra, quicio o gozne, y que presuntamente indica la importancia axial de los cardenales en el apóstata sistema católico romano. Entonces los cardenales son una continuación de los sacerdotes paganos de la bisagra de Babilonia a través de Roma, sacerdotes que le servían en Roma al dios Jano, el dios pagano de las puertas y las bisagras, y que por alguna razón se relaciona con el nombre de enero (en inglés, january), mes que abre el año. Aunque el título de cardenal se remontaba a más de mil años, sólo en 1150 se constituyó el Sacro Colegio Cardenalicio. Nada de esto tiene que ver con la Biblia. Téngase en cuenta que en Babilonia había un Concilio de Pontífices.
Como su nombre lo indica, el color de los cardenales es el rojo, y el papa Inocencio IV (1243-1254) aprobó por decreto que el rojo fuese el color cardenalicio porque mediante ese símbolo, como jefes de ese sistema religioso, los cardenales deben mostrarse dispuestos a derramar su sangre por su fe. Pero en el fondo eso obedece a que son considerados príncipes de ese sistema religioso, y el rojo es el color de las vestimentas de los príncipes de las naciones del mundo. Además, lejos de ser por el asunto de la sangre, me inclino a creer que es por el pecado. "Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana" (Is. 1:18). En Apocalipsis 17, la Biblia asocia y simboliza el sistema cristiano apóstata con una mujer ramera vestida de púrpura y escarlata, ebria de la sangre de los mártires de Jesús. Se degeneró tanto la moral en el catolicismo romano, que en la Edad Media, los cargos eclesiásticos, con frecuencia eran vendidos o adjudicados como prebendas o dotes, y que muchas veces las personas beneficiarias no los ejercían personalmente, sino que a su vez los arrendaban a sustitutos por una renta fija. A menudo se daba el caso de que niños de doce años ya eran obispos, cardenales y hasta papas. (Aniceto, obispo de Roma ( 175), ordenó a los presbíteros bajo su mando que se afeitasen la cabeza en forma de corona, tomando la costumbre del sacrificio de Isis, la diosa egipcia. Mauricio de la Châtre. La Historia de los Papas y de los Reyes. CLIE 1993, tomo I, pág. 113).
Bajo la autoridad episcopal estaban los sacerdotes y fueron multiplicadas las parroquias, frente a las cuales había por lo menos un sacerdote residente que administraba los sacramentos y tenía el cargo de cura animarum, o sea, el cuidado de las almas en su parroquia, de donde viene la palabra cura. Al comienzo las ofrendas de los fieles eran voluntarias, pero en las parroquias se terminó por establecer tarifas para los diferentes servicios prestados por el cura (misas, bautismos, casamientos, funerales y otros). Aun en nuestros tiempos persiste el viejo conflicto entre el Estado y la organización eclesiástica y es que el clero sigue constituyendo una clase especial, tiene sus propias cortes de justicia y en muchos países arguye que los gobernantes seculares no lo demande ante tribunales civiles, ni les cobre impuestos.

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