viernes, 5 de enero de 2007

2. Los Vencedores y la cruz (1a. parte)

Capítulo 2
LOS VENCEDORES Y LA CRUZ
(1a. parte)


La carne y la cruz
Una vez salvo, el cristiano vencedor debe llevar la cruz y negarse a sí mismo. Es un mandato del Señor para los que voluntariamente lo quieran seguir. La enseñanza de la cruz no es popular. El creyente carnal rehuye esta enseñanza bíblica; sin embargo, las Escrituras dicen que todos nosotros los que hemos creído ya fuimos crucificados con Cristo; pero nuestro viejo hombre debe experimentar esa crucifixión en la realidad práctica, llevar y encarar la cruz en nuestra alma, es decir, vivir esa experiencia de muerte y resurrección mientras estamos en esta tierra; de lo contrario vivimos una vida vencida. Cuando esto ocurre, a menudo somos dominados por el pecado y por nuestra propia vida natural, y como consecuencia no hacemos la voluntad de Dios, y esa vida derrotada nos enreda en pecados y en obras que volverán a nosotros cuando regrese el Señor, y tendremos que dar cuenta de ello. Si no aceptamos llevar la cruz ahora, es necesario que seamos tratados en el futuro.
Un derrotado es vencido por la carne, por el mundo y por Satanás. Tomar la cruz es obedecer a Dios y estar dispuesto a pasar por todas las situaciones que Dios haya previsto que pasemos. En el mundo, el alma tiene sus deleites y sus propios intereses, pero la cruz y el negarse a sí mismo rompe con esos vínculos, y la persona se somete a la voluntad de Dios. Sólo el camino de la cruz nos lleva a ser verdaderos vencedores; pero muy pocos se animan a abrir la puerta que conduce a ese camino. La victoria de Cristo es nuestra victoria, y debemos mantenerla y proclamarla. No significa que debemos ser crucificados de nuevo, pues ya fuimos crucificados con Cristo. La sangre del Señor se derramó para expiar lo que hemos hecho, para nuestro perdón por los pecados cometidos y justificarnos delante de Dios; pero no basta que seamos perdonados, pues hay un problema en nosotros: heredamos de Adán dentro de nosotros una fuerza que nos esclaviza, la fuerza del pecado; y por eso es que necesitamos la cruz, para tratar con lo que somos; entonces la cruz, aplicada por el Espíritu, nos libera del poder del pecado, para que no tengamos que ser juzgados por lo que hacemos.
La sangre de Cristo nos reconcilia con Dios, pero sigue dentro de nosotros un conflicto del que sólo nos puede librar la cruz. La victoria del vencedor no es una mera transformación en su carne, sino la vida resucitada de Cristo dentro de él. Aceptar la cruz es una victoria. Un vencedor es el creyente que ha ido más allá de aceptar la cruz sólo objetivamente; el verdadero vencedor es aquel que acepta la cruz subjetivamente; es aquel cuya cruz ha matado su egolatrismo, pues la ha aceptado subjetivamente; y es necesario que la cruz sea aplicada a nuestra carne por el Espíritu Santo.
Dice el apóstol Pablo en Gálatas 2:20: "Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí". Este es un nivel muy avanzado e importante en el desarrollo espiritual de un creyente que se ha negado a sí mismo y lleva su cruz cada día. Debido a que en el alma está la voluntad del hombre, es el alma la que tiene que decidir si obedece al espíritu, y de ese modo lograr su unión con el Señor por Su Espíritu que mora en el espíritu del hombre; en nuestro hombre interior.
Leemos en Juan 3:6: "Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es". Cuando el hombre es regenerado al momento de creer en el Señor Jesús, viene de ser meramente carne, y ya en su calidad de creyente regenerado sigue siendo carnal mientras no haya experimentado una renovación en su alma. ¿Cómo se efectúa esa renovación? La renovación no consiste en modificar la carne. Hay muchas instituciones, métodos, recursos humanos, terapias y filosofías terrenas que pretenden modificar el comportamiento del hombre. Dios lo que quiere hacer de nosotros no es una mera modificación de nuestro comportamiento, sino una nueva criatura, una criatura a imagen de Cristo; pero la nueva criatura no se consigue por modificación, pues la carne de un regenerado ahí sigue lo mismo de corrupta que antes. En la regeneración, Dios nos da Su vida increada en nuestro espíritu, pero nuestra carne sigue igual. El yo del hombre sigue intacto. Pero la Biblia nos dice una gran verdad en Romanos 6:6:
"Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado".
Si a pesar de eso tu viejo ego sigue igual, el Señor nos exhorta a que llevemos la cruz y neguemos el ego. Dice Lucas 9:23: "Y decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame".
¿Qué significa tomar la cruz? Dice Roland Q. Leavell: "Llevar la cruz quiere decir más que sobrellevar una enfermedad con entereza o sufrir una desgracia con fortaleza. Una cruz es algo que uno puede evitar si así lo desea, y es algo que uno acepta voluntariamente por causa de Jesús y la gloria de Dios. Significa obediencia a Cristo, pero incluye mucho más. Llevar la cruz no era un asunto superficial para los doce. Algunos de ellos llegaron a experimentar la muerte por medio de la crucifixión. Todos ellos sufrieron violencia por ser cristianos, violencia que pudieron haber evitado si hubieran entrado en compromisos". (Roland Q. Leavell. "Mateo: el Rey y el Reino". Casa Bautista de Publicaciones. 1988. pág. 95).
Indudablemente la carne debe ser tratada por la cruz. La moda de hoy es lo contrario; que el creyente rehuya el sufrimiento y que se sumerja en los placeres de una vida fácil y mundana. Negarse a sí mismo es renunciar a las demandas, goces y privilegios de nuestro antiguo ego y a nuestra vida anímica; es negarse uno mismo como principio de vida natural; no es necesariamente negarse cosas, aunque sí involucra negarse a los placeres mundanos. Gozar de muchas cosas es contrario a la de llevar la cruz. Téngase en cuenta que los deleites terrenales encienden la concupiscencia de nuestra carne. El Señor sabe bien que lo que nos espera con Él en el reino es incomparable con todo aquello que nos atrae en esta vida terrenal. El Señor Jesús, el Verbo de Dios, lo tenía todo en Su gloria con el Padre, y se despojó de todo eso para poder abrirnos el camino para que nosotros también lo disfrutemos, disfrutemos el verdadero gozo eterno; al Señor no le importó no tener acá ni una piedra donde recostar Su cabeza; en ese aspecto estaba en peor condición que las aves del cielo y que las zorras del campo. Esta vida es tan corta como un suspiro, pero sus atracciones nos enervan de tal manera que tenemos en poco las promesas de un Dios verdadero y confiable. Después de hacer un relato de la lucha entre los deseos de la carne y la vida en el Espíritu, dice Gálatas 5:24: "Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos". La crucifixión de la carne se traduce en el quebrantamiento del hombre exterior, de la muerte del grano de trigo, y eso es necesario para la liberación y manifestación de nuestra vida espiritual. La vida del Espíritu debe ser liberada. Dice Juan 12:24:
"De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, llevará mucho fruto".
Ese grano de trigo es el Señor Jesucristo. Antes de su muerte tenía Su vida prisionera en Su cuerpo; no podía menos que estar en un solo lugar a la vez; pero con Su muerte y resurrección, la vida del Hijo unigénito fue liberada y produjo muchos granos a la imagen del primero, y vino a ser el primogénito entre muchos hijos de Dios. Así como el grano de trigo, para dar fruto, debe caer en tierra y morir, cada creyente, para ser vencedor y producir mucho fruto, debe morir a su yo; su vida natural (el duro cascarón exterior) debe podrirse y desaparecer, a fin de que libere la vida del espíritu y sea manifestado Cristo a través de él.
Cristo en la cruz trató una sola vez con el pecado para que el pecado no reine más en nosotros, pero el Espíritu Santo trata día tras día con el yo por medio de la cruz; sin embargo, sigue en el creyente una lucha entre la carne y la vida espiritual. Los creyentes que en la práctica no viven para Dios sino para sí mismos, son considerados cristianos anormales (1 Corintios 3:1-3); en cambio los cristianos espirituales, simplemente son cristianos normales; ya han experimentado una renovación que viene de adentro hacia fuera. La renovación es experimentada en el alma; es un proceso más o menos prolongado; depende de la dureza de la naturaleza del alma del creyente. Hay plantas que no crecen debido a que les hace falta luz solar, o humedad, o nutrientes, o tienen parásitos; o no dan mucho fruto porque no las podan y limpian y aporcan; esto contando con que hayan sido sembradas en buena tierra.
La madurez lleva su tiempo. Por lo regular, un cristiano recién nacido no puede evitar ser carnal, como un bebé no puede evitar ser bebé, pero lo peor es que la mayoría de creyentes se quedan carnales, inmaduros, niños por toda la vida; le tienen miedo a la cruz, rehúsan negarse a sí mismos, no quieren pagar el precio; carecen de una disposición para el sufrimiento; muy por el contrario, se encaminan por la amistad con el mundo. Así como una persona natural ha dado el paso para que por medio de la cruz de Cristo se haya regenerado y haya sido crucificada su carne, asimismo debe dar el paso para que mediante el Espíritu Santo tome su propia cruz, y pase de carnal a espiritual, de derrotado a vencedor. Un creyente carnal difícilmente puede guiar a otro a Cristo, o hacer algo que realmente agrade a Dios. El carnal puede estar trabajando en la iglesia; pero ese trabajo puede resultar siendo obras muertas. Las obras muertas no tienen ningún mérito delante de Dios, por muy buenas que parezcan a los ojos de los hombres. Indudablemente se quemarán cuando el Señor venga, y lo peor es que nos impedirán entrar en el reino si no nos arrepentimos a tiempo.
El cristiano carnal puede asimilar las enseñanzas pero en la mente. "5Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu. 6Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz. 7Por cuanto la mente carnal es enemistad contra Dios; porque no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede" (Ro. 8:5-7). Los cristianos de Corinto tenían mucho conocimiento y sabiduría, pero en la mente. La "insensatez de la cruz" es usada por Dios a cambio de la búsqueda de conocimiento. A Dios no se le puede conocer por abundancia de conocimiento y sabiduría humana, sino por fe a través de la cruz. Los conocimientos sin la cruz sólo llegan a la mente.

Pedro y la cruz
Consideremos el contexto de Mateo 16:13-28. Después de haberles preguntado sobre la opinión de los hombres acerca de Su persona, el Señor se interesó en conocer qué pensaban sus propios discípulos acerca de quién era Él. Dice en los versículos 16-18:
"16Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. 17Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. 18Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella".
Simón, que significa una paja dócil al viento, dominado por su voluntarioso carácter, cuando vino al Señor, Él le cambió de nombre, porque empezó a transformarlo, y en vez de Simón le llamó Pedro, una piedra (Juan 1:42), en este caso una piedra viva para la construcción de la casa de Dios (1 Pedro 2:5). Si no somos transformados en piedras, no podemos ser edificados apropiadamente, y no podemos ser edificados solos ni en grupos independientes; nuestra edificación es en la comunión de todos los santos. La transformación tiene sus etapas, y en cada etapa encontramos lecciones que aprender.
Aquí vemos también que sin la revelación divina no se puede conocer al Señor Jesús; y como sólo el Padre conoce al Hijo, sólo se puede conocer al Hijo por la revelación del Padre. A Pedro le fue revelada por el Padre la identidad del Hijo; luego el Hijo le revela lo de la Iglesia, y le dice que a partir de ese momento Pedro hace parte de la Iglesia, es una piedra viva para la edificación de la casa de Dios, debido a la confesión que había hecho respecto del Hijo. De manera que Pedro ya era un creyente y miembro de la Iglesia, en la economía de Dios. A pesar de lo anterior, ¿era Pedro ya un creyente maduro y vencedor? Veamos.
De acuerdo con el siguiente contexto, Pedro estaba lejos de ser un cristiano maduro, sin tener en cuenta que después le ofreció al Señor defenderlo con su espada, de no abandonarlo, pero ya vemos que el Evangelio nos dice que lo dejó solo y lo negó. Dicen los versos 21-23:
"21Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho de los ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas; y ser muerto y resucitar al tercer día. 22Entonces Pedro, tomándolo aparte, comenzó a reconvenirle, diciendo: Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca. 23Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: ¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres".
Aquí vemos al creyente Pedro sin entender para nada la cruz de Cristo y menos su propia cruz. La Iglesia no puede ser edificada sin crucifixión y resurrección, y un creyente carnal difícilmente puede estar dispuesto a tomar la cruz. Tengamos en claro que el hombre natural y Satanás caminan y cabalgan juntos, y que el creyente vencido no se le diferencia mucho; y cuando no tenemos la mente de Cristo, no podemos cumplir el propósito de Dios, sino que somos piedra de tropiezo para el Señor. A raíz de estas consideraciones se puede entender las palabras del Señor en los versículos 24 y 25:
"24Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. 25Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará".
Ese negarse a sí mismo, es negar la vieja naturaleza heredada de Adán. De manera, pues, que hay dos clases de creyentes: los que se niegan a sí mismos y toman su cruz, y los que no lo hacen. Pedro tenía que perder la vida de su alma, y tomar la cruz; Pedro estimaba más su vida natural que los propósitos de Dios; Pedro no podía entender todavía el plan de Dios, y la mente de Dios; era necesario que Pedro se negara a sí mismo y tomara su cruz. Sólo se somete a Cristo un creyente vencedor.
Si la Iglesia no se somete a Cristo, los demás seres no se someterán, y sólo la cruz hace que nosotros vayamos menguando y Cristo creciendo en nosotros, en lo más íntimo de nuestro ser. Contemplamos la mujer samaritana de Juan 4; ella creía en Dios, sabía de la promesa de un Mesías, y lo esperaba, pero su vida estaba hundida en espesas tinieblas del pecado; buscaba la soledad y la oscuridad, y no se atrevía a dejarse ver la cara, pues la luz la incomodaba; su conciencia no la dejaba tranquila; su conducta la hacía caminar por sendas torcidas; la carne la esclavizaba. Pero un día el Señor fue a buscarla, y la esperó a que llegara a buscar agua al pozo de Jacob. Al tener el encuentro con Cristo, Él le dio a beber agua viva; fue algo penetrante que le dio un gran vuelco a la vida de esta mujer, y ya no tuvo más sed, y dejando el cántaro, corrió a dar testimonio. También nosotros, cuando lleguemos a ser vencedores, entonces es cuando no nos importará el cántaro; lo dejaremos a un lado del pozo, y correremos a proclamar que Jesucristo es el Señor. Pero para eso es necesario que de nuestro interior corran ríos de agua viva. Hemos dicho que todos los creyentes ya fuimos crucificados con el Señor, pero ahora el Señor nos dice que debemos llevar la cruz. Si nuestro viejo hombre ya murió en la cruz, ahora debemos negarlo. ¿Para qué hacer vivir a un difunto que estorba a la obra del Señor? Ya el Señor resucitado vive dentro de nosotros, y nosotros en Él. De habernos negado a nosotros mismos y de haber llevado la cruz o no, depende nuestra situación cuando el Señor regrese y tengamos que comparecer ante Su tribunal. Los versículos 26-27 dicen:
"26Porque ¿qué aprovechará el hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma? 27Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras".
La vida del alma es la vida natural, la vida del ego. La vida psíquica debe ser tratada por la cruz, de lo contrario seguiremos como Pedro en su situación de Mateo 16 y otros textos. En la hora más amarga del Señor, Pedro y todos los amigos íntimos del Señor lo abandonaron; y no sólo ellos; nosotros hacemos lo mismo hoy en día. No queremos acompañar al Señor en esta hora crucial.

Un Jacob tratado por Dios
En Jacob tenemos el ejemplo de un creyente astuto, no obstante haber sido escogido para la primogenitura desde antes de nacer; cuando todavía no había hecho ni bien ni mal. Específicamente y por voluntad de Dios fue escogido, a pesar de que iba a ser una persona de carácter fuerte, engañadora, calculadora y egoísta. El Señor no nos escoge porque seamos buenos o malos, pues todos somos malos. El Señor le dio un destino previo a Jacob, pero para que Jacob pudiese llegar a ser un siervo del Señor, un hombre útil en las manos de Dios, un verdadero vencedor, un hombre obediente a la voluntad de Dios, ese yo perverso de Jacob debía morir, debía pasar por la cruz, hasta que llegase a negarse a sí mismo. Dice Romanos 9:10-16:
"10Y no sólo esto, sino también cuando Rebeca concibió de uno, de Isaac nuestro padre 11(pues no habían aún nacido, ni habían hecho aún ni bien ni mal, para que el propósito de Dios conforme a la elección permaneciese, no por las obras sino por el que llama), 12se le dijo: El mayor servirá al menor. 13Como está escrito: A Jacob amé, mas a Esaú aborrecí. 14¿Qué, pues, diremos? ¿Que hay injusticia en Dios? En ninguna manera. 15Pues a Moisés dice: Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca. 16Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia".
La Escritura nos dice que antes que Jacob naciera, ya había sido elegido por Dios para, en Su misericordia, darle la primogenitura. Jacob jamás recibió esto porque lo mereciera; al contrario, su propio nombre Jacob, significa Dios proteja, pero también el suplantador, el que toma por el calcañar, es decir, el que arma una trampa. La vida de Jacob estuvo saturada de engaño y de trampas; que muchas veces se le vinieron en contra. A pesar de que Dios se le revelaba y lo protegía, Jacob era el tipo del creyente voluntarioso y carnal, que debía ser tratado por Dios a fin de que pudiera ser útil en las manos del Señor, para cumplir el propósito de Dios. Dios tiene un propósito eterno, y quiere realizarlo con la iglesia, pero con los obedientes, con creyentes esforzados en quienes pueda confiar, que no se amen a sí mismos, con luchadores, con vencedores.
Jacob quiso tomarle ventaja al plan de Dios, y después de haber engañado a su padre y a su hermano, se vio en las necesidad de huir. En Betel Dios se le reveló, en su huida; e incluso ahí Jacob e dijo a Dios: Si me prosperas, te daré el diezmo de todo. Eso encierra algo de negocio. Quiso tener ventajas sobre Labán, de quien también fue engañado desde el comienzo, cuando pidió a Raquel para casarse. Más tarde hubo una lucha entre Jacob y Dios, pero Jacob persistió delante de Dios hasta lograr que Dios lo bendijera, y salió vencedor, pues la Palabra dice en el verso 28: "No se dirá más tu nombre Jacob, sino Israel; porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido". (Lea Génesis 32:22-32). En Peniel, Jacob vio el rostro de Dios y fue librada su alma. El andar de Jacob cambió después de esa experiencia. De hombre anímico pasó a ser espiritual; fue desgarrado el tendón del muslo, y al ser desgarrado su propio andar, pudo caminar con Dios, para cumplir propósitos eternos. Cuando llegó a ser un vencedor, Dios le cambió el nombre. Ya no se llamaría más Jacob, el suplantador, sino Israel, el que lucha con Dios.
Se le murió su amada Raquel; luego fue engañado por sus propios hijos; desapareció José, su hijo favorito; luego también tuvo una amarga experiencia con Benjamín; ¿todo eso para qué? Era necesario que el Jacob natural fuese tratado por el Señor; y ese trato del Señor iba transcurriendo en forma dolorosa. Una cosa es confiar en las destrezas del Jacob carnal, y otra es confiar exclusivamente en el Señor. Indiscutiblemente es necesario que seamos iluminados, que podamos ver el camino por el que caminamos, y que estemos confesando nuestra dependencia del Señor y de Su Santo Espíritu.

¿Para qué crucificar la carne?
Muchos creyentes son llenos del Espíritu Santo cuando creen, y van experimentando un crecimiento normal de su vida espiritual; van caminando con Dios y preocupándose por las cosas de Dios. Pero desafortunadamente la mayoría de los cristianos no se ocupan mucho de lo que le interesa al Señor, sino de sus propios intereses egoístas y carnales (Gálatas 5:19); por eso el Señor quiere que la carne sea crucificada subjetivamente. En la realidad histórica ya la carne ha sido crucificada en el Gólgota; el viejo hombre ha pasado por ese proceso; de manera que el niño carnal en Cristo debe ser totalmente liberado de ese dominio, para que crezca y pueda andar según el espíritu. A quien persista en las obras de la carne (mal genio, divisiones, sectarismos, vicios, pasiones y deseos), Dios le dice que ya esa carne fue crucificada; pero hay creyentes de almas cuya naturaleza es muy fuerte, y tienen un carácter muy difícil, en los cuales el proceso es lento y doloroso. Al respecto dice el hermano Watchman Nee:
"La obra de la cruz consiste en suprimir (anular); no nos trae cosas, sino que las quita. En nosotros hay muchos residuos; hay muchas cosas que no son de Dios y no le rinden ninguna gloria. Dios quiere eliminar todas estas cosas por medio de la cruz para que así lleguemos a ser oro puro. Hay cosas que no provienen de Dios; nos hemos convertido en una aleación. Por eso Dios tiene que utilizar tanto poder para mostrarnos estas cosas que hay en nosotros que provienen del ‘yo’, todas aquellas cosas que no le proporcionan ninguna gloria. Creemos que si Dios nos habla, descubriremos que tienen que ser eliminadas muchas más cosas que las que nos tienen que ser añadidas. Especialmente aquellos cristianos cuya alma es de naturaleza fuerte, deberían pensar en esto: que la obra de Dios en ellos por medio del Espíritu Santo, consiste en eliminar cosas de ellos para reducirlos". (Watchman Nee. "La Iglesia Gloriosa". CLIE. 1987. pág. 163).
La carne no puede dar fruto que glorifique a Dios. El cristiano debe limpiarse de sus pecados apropiadamente. Dice Juan 15:2:
"Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto".
Debemos tener claridad en que no se exige que crucifiquemos de nuevo nuestra carne, pues ya fue crucificada en la cruz de Cristo. La crucifixión de la carne hay que experimentarla, y que esa muerte en la cruz tenga su efecto en nosotros. Esa práctica se lleva a cabo en colaboración con el Espíritu Santo. Dice la Palabra de Dios en Colosenses 3:5:
"Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría".
Ese pues, enlaza el versículo con los anteriores, en que dice que ya hemos muerto y resucitado con Cristo. Son dos realidades que van unidas: Ya fuimos crucificados con Cristo, y hacer morir lo terrenal en nosotros. Si creemos que hemos sido muertos en Cristo, podemos hacer morir lo terrenal en nosotros. Esto se logra porque el Espíritu Santo aplica la muerte de la cruz a todo lo que tenga que morir. Dice Romanos 8:13:
"Porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis".
Sin embargo, debemos estar siempre vigilantes, pues la carne, no obstante quedar inutilizada por la crucifixión conjunta en Cristo, empero no queda suprimida; ahí sigue existiendo y, en cuanto tenga oportunidad, se pone en acción.
El mensaje de la cruz no se está predicando, pues, con contadas excepciones, se está predicando una caricatura del evangelio. Nosotros decimos ver, pero en nuestras facultades naturales no podemos ver; más bien esas facultades naturales nos impiden ver la realidad. Si Dios nos ilumina un poco, entonces constatamos nuestra ceguera. Afirmar que vemos, como en el caso de la iglesia del período de Laodicea, es un orgullo farisaico. Cuanto más nos ufanamos y razonamos de que vemos, más ciegos somos; y cuando ya veamos manifestada en verdad nuestra ceguera, entonces es cuando vamos a empezar a ver. Pablo sólo pudo ver las cosas de Dios cuando quedó ciego físicamente. Es necesario restaurar el mensaje de la cruz, y vivirlo. Cuando no se vive el mensaje de la cruz, vivimos para nosotros mismos, no para el Señor. La cruz es para poner en ella todos los días, lo que somos y lo que tenemos, lo viejo, lo inútil.
Dicen los apologistas de la prosperidad en el cristiano, que el Señor quiere vernos acá envueltos en una vida regalada y apacible, sin problemas, sin hambre, sin preocupaciones, sin persecuciones, todo bien; pero Mateo 10:34-39 dice lo contrario:
"34No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada. 35Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra; 36y los enemigos del hombre serán los de su casa. 37El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; 38y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí. 39El que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará".
El Señor no trae paz a una tierra en que aún Satanás es su príncipe; por eso los vencedores están en guerra contra Satanás, y éste los ataca usando aun a los mismos familiares de su propio hogar.
Al Señor hay que amarlo por encima de todas las cosas. Esa espada que se menciona en el versículo 34, es la vida llena de tribulaciones y dolores del sufrido y verdadero vencedor, el que camina todo herido por el camino estrecho trazado por Cristo. El versículo 35 explica el 34. De acuerdo al verso 38, se trata de una cruz; y tú estás en libertad de llevarla o no. La cruz es opcional, pero absolutamente necesaria para el que quiere caminar con Cristo. El hecho de seguir al Señor y obedecerle te crea dificultades, y tú puedes voluntariamente escoger sufrirlas o no. Como la de Cristo, toda cruz de los hijos de Dios es determinada y decidida por el Padre, y nosotros escogemos llevarla o no. De eso depende nuestra participación en el reino. Dice 1 Pedro 4:1,2:
"1Puesto que Cristo ha padecido por nosotros en la carne, vosotros también armaos del mismo pensamiento; pues quien ha padecido en la carne, terminó con el pecado, 2para no vivir el tiempo que resta en la carne, conforme a las concupiscencias de los hombres, sino conforme a la voluntad de Dios".
No es que Dios quiera que vivamos sufriendo, pero sí debemos armarnos con una disposición al padecimiento, debido a que estamos inmersos en una batalla espiritual que también tiene sus repercusiones y manifestaciones en nuestra vida natural. Creyente que rehuye el sufrimiento, no puede ser edificado. Dios puede salvar nuestra mente, de tal manera que haya en nosotros la disposición a sufrir como también Cristo padeció. Es natural que nuestra tendencia sea la de huir de todo sufrimiento y a toda hora pedirle al Señor que por favor nos libre de todas las dificultades y amarguras, pues no soportamos las pruebas. Pero esta no fue la actitud del Señor en Getsemaní. Desde que nació, el Señor Jesús tuvo la disposición para sufrir. Él sabía que había nacido para eso mientras permaneciera en el cuerpo mortal. Por tanto, desde el día en que nacemos en el Espíritu, y somos hijos de Dios, debe ser nuestra tarea entrenarnos para el sufrimiento. Esa es la verdadera posición de un vencedor. Si escapas como un cobarde del sufrimiento, estás desarmado y te viene la derrota. Hermano, enfrenta el sufrimiento. Cuando la Palabra de Dios nos dice que no seamos carnales, lujuriosos, cobardes, infieles, o lo que sea que dependa de nuestra vieja vida natural, es porque Él nos puede salvar de cualquiera de esas demandas y pensamientos de los deseos carnales.
La Palabra de Dios dice que son bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, los que están dispuestos a sufrir por la verdad, por la justicia, por la causa del Señor y de Su evangelio de salvación; sus heridas y cicatrices son las llaves de entrada al reino de los cielos. El sufrimiento del creyente es más meritorio que el de los ángeles cuando les toca participar en luchas contra el enemigo. ¿Por qué es más meritorio? Porque los ángeles conocen la gloria del Señor y lo que el cielo representa; en cambio el creyente es estorbado por su propia carne, por Satanás y por un mundo atrayente, y apenas mira las cosas como por un espejo; apenas vislumbra algo de lo que le espera, movido por la fe y la esperanza, basado en las promesas del Señor, en la revelación de las Escrituras y en el poco conocimiento que ahora tiene de Dios y de las cosas que Él nos tiene preparadas. Sufrir por el Señor es un honor que no le es dado a todos los creyentes.

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