sábado, 30 de diciembre de 2006

Cap. 7: CONCILIO DE NICEA II

7
SEGUNDO CONCILIO DE NICEA

(VII Ecuménico)


Este séptimo concilio ecuménico fue reunido en Nicea en el año 787 - Convocado por Irene, la emperatriz regente. Sancionó el culto a las imágenes; es decir, declaró la legitimidad de darle reverencia a cuadros e imágenes que representaran realidades divinas.

Antecedentes
Los albores del siglo VIII significaron una época crucial para el Imperio Bizantino, por la abrupta irrupción de los ejércitos musulmanes; pero cuando éstos asediaban en las mismas puertas de Constantinopla, sube al poder imperial León III (717-740), de la dinastía isaura, salvando así a la capital del imperio, devolviéndole al Este el prestigio perdido, y reconquistando muchos territorios que habían sido tomados por los árabes. Este mismo empuje reconquistador fue retomado por su sucesor Constantino V (740-775), quien llegó hasta las mismas márgenes del río Éufrates, en los límites de las antiguas tierras mesopotámicas.

Por las actas del concilio de Elvira (España), se sabe que el cristianismo antiguo, post primitivo, era adverso al culto y adoración a las imágenes religiosas, pero ante la decadencia de la cristiandad a partir de Constantino el Grande, se fue introduciendo esa costumbre debido a la influencia pagana; pero a raíz de las invasiones y de la influencia de los musulmanes, al parecer enemigos de la idolatría, surgió un movimiento iconoclasta, y fue cuando el emperador León III, oriundo de Anatolia, menos dado a la idolatría que los griegos, comprendió lo justo de las burlas de los infieles, y dentro del paquete de sus reformas imperiales, introdujo la prohibición del culto de las imágenes en el año 730, y aquello duró por más de un siglo, situación conocida en la historia como la controversia de las imágenes. Hay que reconocer que el cristianismo gradualmente se fue transformando, de tal manera que sus elementos originales ya en el medioevo era difícil reconocerlos; y no es de extrañar que, por ejemplo, el genuino arrepentimiento llegase a degenerarse en penitencia, la Cena del Señor, se convirtió en un sacrificio expiatorio ofrecido por un sacerdote terrenal, con el raro poder de salvar a vivos y a muertos, rito que hasta hoy llaman misa, término del latín, que significa reunión. Entonces, imagínese el lector aquella situación.

Mahoma, el originador del islamismo había conocido los textos del Antiguo Testamento; él sabía que era descendiente de Abraham por la línea de Ismael, él conocía los textos de Moisés incluido el Decálogo donde está prohibida la idolatría; por la lectura del Nuevo Testamento, Mahoma sabía acerca de Jesús de Nazaret, y estaba en contra de la adoración de las imágenes, y sus seguidores se encuentran un cristianismo decadente e idolátrico, el cual sin duda es el blanco de las burlas del islamismo. A tal punto conocía Mahoma la Biblia, que para él la revelación de Dios en el mundo es progresiva y reconoce seis fases o grados en ella: Adán, Noé, Abraham, Moisés, Jesús y, por supuesto, Mahoma. Es innegable que los árabes habían sido idólatras antes del islamismo. La Meca, antes del advenimiento de la religión iniciada por Mahoma, era un verdadero panteón de divinidades árabes, pero al surgir el Corán, el islamismo consolidó la adoración al solo Alá, que ellos por tradición desde antiguo ya conocían como el padre de todos los dioses, y a quienes los peregrinos ya venían adorando en una piedra negra que era guardada dentro de un edificio, la Kaaba. Pero, ¿qué dice la Palabra de Dios? Dice en Éxodo 20:3-6:

"3No tendrás dioses ajenos delante de mí. 4No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. 5No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, 6y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos".

"No haréis para vosotros ídolos, ni escultura, ni pondréis en vuestra tierra piedra pintada para inclinaros a ella; porque yo soy Jehová vuestro Dios" (Levítico 26:1).

"15Guardad, pues, mucho vuestras almas; pues ninguna figura visteis el día que Jehová habló con vosotros de en medio del fuego; 16para que no os corrompáis y hagáis para vosotros escultura, imagen de figura alguna, efigie de varón o hembra, 17figura de animal alguno que está en la tierra, figura de ave alguna alada que vuele por el aire, 18figura de ningún animal que se arrastre sobre la tierra, figura de pez alguno que haya en el agua debajo de la tierra. 19No sea que alces tus ojos al cielo, y viendo el sol y la luna y las estrellas, y todo el ejército del cielo, seas impulsado, y te inclines a ellos y les sirvas; porque Jehová tu Dios los ha concedido a todos los pueblos debajo de todos los cielos" (Deuteronomio 4:15-19).

"Por tanto, amados míos, huid de la idolatría" (1 Co. 10:14).

Como es de suponer, la política religiosa del emperador León III tuvo sus opositores, en especial entre los monjes, dados como eran a las representaciones religiosas (iconos e imágenes), y con ellos el pueblo supersticioso y cuasi pagano. Uno de esos monjes que lideraba esa oposición fue Juan Damasceno, quien escribió tres apologías en favor del culto de las imágenes, en donde, por ejemplo se pueden leer las siguientes palabras: "No corresponde al Emperador hacer leyes para regir a la Iglesia. Los apóstoles predicaron el evangelio; el monarca debe cuidar del bienestar del Estado; los pastores y maestros se ocupan de la Iglesia". Es cierto lo que escribe aquí el monje; pero, la Iglesia misma, al aceptar la unión con el Estado, ¿no perdió el derecho de usar este argumento?
A pesar de todo esto, el emperador siguió su política iconoclasta, y sus soldados destruyeron toda suerte de esculturas y cuadros, cosa que también sirvió de pretexto para frenar el creciente poder de los ricos monasterios, y sujetar a la Iglesia bajo el poder del Emperador. A esto siguieron las luchas opositoras tanto de monjes como del desorientado pueblo y hasta por el mismo patriarca Germán de Constantinopla. Muchos de ellos fueron ejecutados, depuesto el patriarca iconólatra y sustituido por el iconoclasta Atanasio. En Roma, el papa Gregorio III (731-741) en oposición a la política del emperador, convocó un sínodo romano en el año 731 al que asistieron 93 obispos, decretando que en adelante el que destruyese o injuriase imágenes de Cristo, de María o de los apóstoles y demás santos sería excomulgado.
Constantino V (741-775) sucedió a su padre León III en el trono imperial, y en su celo iconoclasta convocó un concilio en Hiereia en el año 754, con la asistencia de 300 obispos, quienes basados en las Escrituras y la tradición patrística, condenaron el culto a las imágenes, dejando por sentado que los únicos símbolos del culto cristiano se hallan representados en el pan y el vino de la cena del Señor, y de paso denunciaron la tendencia arriana o nestoriana que implicaba representar sólo la naturaleza humana de Jesucristo. Debido a que esto encontró fuerte oposición en Roma y el posterior triunfo de la iconolatría en el segundo concilio de Nicea, este concilio de Hiereia no tuvo aceptación ecuménica. Como consecuencia de los edictos imperiales y la imposición a la fuerza de los acuerdos del concilio de Hiereia, los templos y monasterios del Imperio fueron despojados de imágenes e iconos, a veces con el uso de la violencia. La verdad es que a un idólatra no se le libra de la idolatría arrebatándole y destruyéndole sus ídolos; eso trae consecuencias adversas. Esa sanidad debe empezar en el corazón, que en última instancia es de donde sale toda la maldad, y ese trabajo de sustitución de la adoración a los ídolos por la adoración al Dios vivo, sólo lo hace el Señor mediante Su Espíritu y por la obra de Su Hijo Jesucristo.
La política del emperador León IV (775-780), hijo y sucesor de Constantino V, fue de más tolerancia, se cree que por la influencia de su esposa Irene, quien se inclinaba hacia la adoración de iconos. A la muerte del emperador León IV en el año 780, Irene, su viuda, tuvo la oportunidad de gobernar en calidad de regente en el trono de su hijo menor Constantino VI (780-797).

El concilio
Irene destituyó al patriarca de Constantinopla y en su lugar elevó a Tarasio al patriarcado, quien venía desempeñándose como oficial civil; de manera que debió hacer los votos monásticos y ordenado sacerdote antes de ser elegido para ocupar la vacancia en el patriarcado. Con un patriarca surgido de esa manera, Irene bien podía emprender la restauración del culto de las imágenes en el Imperio; y para ello decidieron convocar un concilio en Constantinopla en 786, pero encontraron la férrea oposición de la guardia imperial, quienes lograron disolver la asamblea reunida en la Basílica de los Apóstoles. Para librarse de esa oposición, tuvo que depurar el ejército, y logró inaugurar el concilio el 24 de septiembre del año 787, pero en la ciudad de Nicea, en donde los obispos iconoclastas no tuvieron representación. El papa romano Adriano I (772-795) no asistió a este concilio, pero mandó sus legados, y la asamblea se ha considerado por el sistema católico romano como el séptimo concilio ecuménico. El número de obispos asistentes superaba los trescientos cincuenta.
En reemplazo del emperador, fue Tarasio quien presidió las reuniones del concilio, interesándose por normalizar las relaciones entre esa facción de la iglesia y el Estado, a fin de que el patriarcado fuese reconocido como autoridad suprema en lo relacionado con los dogmas, además de que se concediera al emperador autoridad tanto en lo relacionado con las leyes eclesiásticas como en la administración.

Restauración del culto a la imágenes
El segundo concilio de Nicea tenía como objetivo anular las decisiones del sínodo de Hiereia y condenar todos los decretos iconoclastas; estableció el culto de las imágenes, aprobó el uso de los iconos, fomentó la idolatría y la superstición. Asimismo prohibió el nombramiento de obispos por el poder laico. Para justificar la adoración de las imágenes, los obispos conciliares pretextaron, entre otras cosas, que la Escritura era insuficiente al respecto. Este concilio condenó, acusándolos de "sacrílegos herejes", a todos los que consideraban a las imágenes "cristianas" como simples ídolos, y estableció, bizantina y sutilmente, el embeleco de que a Dios se le rinde culto de latría, y a los santos de dulía*(1).
* (1) Palabra tomaba del verbo griego "douleno", servir
Consecuencias
A pesar de que Roma había avalado las decisiones aprobadas en Nicea, lo que siguió fue que lo aprobado por este concilio no tuvo inmediata aceptación universal, pues muchos sectores eclesiásticos de Oriente continuaban adheridos a sus convicciones iconoclastas, y Occidente se levantó en contra de la veneración de imágenes. En Occidente los papas habían aprobado el uso de iconos, pero había sectores que, aunque admitiendo las imágenes, se negaban a venerarlas, reprobando las decisiones del Concilio de Nicea. Así continuó por algún tiempo el forcejeo entre los favorecedores de los iconos e imágenes, por una parte, y los iconoclastas, por la otra.
Carlomagno (742-814), primer emperador del restaurado Imperio Romano de Occidente, se opuso a las decisiones del concilio de Nicea en un escrito teológico, "Libri Carolini". Incidentalmente un sínodo o anti-concilio reunido en Frankfort y convocado por el emperador Carlomagno en 794, con la asistencia de trescientos obispos occidentales, incluidos dos representantes papales, condenó el decreto del concilio de Nicea de 787 por el cual permitían tributar reverencia a las imágenes, considerando de paso dicha asamblea no como un concilio ecuménico, sino simplemente como una reunión de los obispos griegos. Este sínodo pidió al papa Adriano I que excomulgase a los obispos participantes en Nicea, pero el papa soslayó el asunto enredándolo todo con sutiles distinciones entre "veneración" y "adoración". Dice en Mateo 16:24:
"Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame".
En el versículo anterior la Escritura habla de llevar la cruz, no de adorarla. En la práctica religiosa, quien acostumbra adorar la cruz, es enemigo de llevarla para muerte del ego carnal. Pero no se trata de la religiosa costumbre de cargar una cruz metálica o de madera colgada en el pecho. La cruz de Cristo no es ostentación de algo objetivo, sino la obediencia subjetiva, y la muerte al mundo, al pecado, a la carne y al yo. Pero al final, Roma terminó imponiendo toda suerte de idolatría y superstición, porque su destino era convertirse en la gran ramera.
Como en esos tiempos la región norteña de Italia aún no había acatado la hegemonía papal, es meritorio de mencionarse que en la época carolingia, Luis el Piadoso, sucesor de Carlomagno, nombró obispo de Turín al español Claudio (murió en 839), famoso predicador, quien reprobó enérgicamente la veneración de ídolos, de la cruz y la práctica de solicitar la intercesión de los santos; enfatizaba la importancia de la devoción espiritual y la consagración personal a Dios. Crítico acérrimo de la institución papal, declaró que no debe ser llamado apostólico el que se sienta en la supuesta silla del apóstol, sino el que hace la obra de un apóstol. En toda esa región de Piamonte perduraron testigos fieles de la ortodoxia bíblica, sin que se contaminaran de idolatría ni de papismo, virtuosa semilla que iba germinando hasta que siglos más tarde esta verdad entroncara con el movimiento de los sufridos valdenses.
Después de Irene, en Bizancio hubo emperadores que condenaron la idolatría, pero resurgió definitivamente con Teodora, la esposa del emperador Teófilo, mujer idólatra que a la muerte de su esposo (año 842) gobernó como regente de su hijo Miguel III (842-867), a la sazón menor de edad. Entonces, a raíz de la aceptación tanto en Oriente con el culto a las imágenes en cuadros o iconos, como en Occidente con el culto a las imágenes esculpidas, las reliquias religiosas, la cruz, y otros objetos de dudoso origen, el segundo concilio de Nicea adquirió el carácter de ecuménico. Este concilio también se destaca por la promulgación de la «tradición» eclesiástica como autoridad, poniendo bajo anatema al que la rechazara; asunto que completó el contra-reformador concilio de Trento ocho siglos más tarde.

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