sábado, 30 de diciembre de 2006

Apéndice/doc.2: 2a.parte del discurso de Strossmayer en Vaticano I

(...Segunda parte del DISCURSO PRONUNCIADO POR EL OBISPO STROSSMAYER EN EL CONCILIO VATICANO I del año 1870)...
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Más probable es que hubiese escrito una larga epístola sobre esta importante materia. Entonces, cuando el edificio de la doctrina cristiana fue erigido, ¿podría, como lo hace, olvidarse de la fundación, de la clave del arco? Ahora bien, si no opináis que la iglesia de los apóstoles fue herética, lo que ninguno de vosotros desearía u osaría decir, estamos obligados a confesar que la iglesia nunca fue más bella, más pura, ni más santa que en los tiempos en que no hubo papa.
(Gritos de: ¡No es verdad! ¡No es verdad!) No, digo monseñor Laval. ¡No! Si alguno de vosotros, mis venerables hermanos, se atreve a pensar que la iglesia que hoy tiene un papa por cabeza, es más firme en la fe, más pura en la moralidad que la iglesia apostólica, dígalo abiertamente ante el universo, puesto que este recinto es un centro desde el cual nuestra palabra volará de polo a polo. Prosigo: ni en los escritos de san Pedro, san Juan o Santiago, descubro traza alguna o germen de poder papal. San Lucas, el historiador de los trabajos misioneros de los apóstoles, guarda silencio sobre este importantísimo punto. El silencio de estos hombres santos, cuyos escritos forman parte del Canon de las divinamente inspiradas Escrituras, me parece tan penoso e imposible, si Pedro fuese papa, y tan inexcusable como si Thiers, escribiendo la historia de Napoleón Bonaparte, omitiese el título de emperador.
Veo delante de mí un miembro de la asamblea que dice, señalándome con el dedo: «Ahí está un obispo cismático, que se ha introducido entre nosotros con falsa bandera». No, no, mis venerables hermanos; no he entrado en esta augusta asamblea como un ladrón por la ventana sino por la puerta, como vosotros; mi título de obispo me dio derecho a ello, así como mi conciencia cristiana me obliga a hablar y decir lo que creo ser verdad.
Lo que más me ha sorprendido y que, además se puede demostrar, es el silencio del mismo san Pedro. Si el apóstol fuese lo que proclamáis que fue, es decir, vicario de Jesucristo en la tierra, él, al menos, debiera decirlo. Si lo sabía, ¿cómo sucede que ni una sola vez obró como papa? Podría haberlo hecho el día de Pentecostés, cuando predicó su primer sermón, y no lo hizo; en el concilio de Jerusalén, y no lo hizo; en Antioquía, y no lo hizo; como tampoco lo hace en las dos epístolas que dirige a la iglesia. ¿Podéis imaginaros un tal papa, mis venerables hermanos, si Pedro era papa?
Resulta, pues, que si queréis sostener que fue papa, la consecuencia natural es que él no lo sabía. Ahora pregunto a todo el que tenga cabeza con que pensar y mente con que reflexionar: ¿son posibles estas dos suposiciones? Digo, pues, que mientras los apóstoles vivían, la iglesia nunca pensó que había papa. Para sostener lo contrario sería necesario entregar las Sagradas Escrituras a las llamas o ignorarlas por completo. Pero escucho decir por todos lados: "Pues qué, ¿no estuvo san Pedro en Roma? ¿No fue crucificado con la cabeza abajo? ¿No se hallan los lugares donde enseñó, y los altares donde dijo misa, en esta ciudad eterna?" Que san Pedro haya estado en Roma, reposa, mis venerables hermanos, sólo sobre la tradición, mas aun, si hubiese sido obispo de Roma ¿cómo podéis probar con su episcopado su supremacía? Scalígero, uno de los hombres más eruditos, no vacila en decir que el episcopado de san Pedro y su residencia en Roma deben clasificarse entre las leyendas ridículas. (Repetidos gritos: ¡Tapadle la boca, tapadle la boca, hacedle descender del púlpito).
Venerables hermanos, estoy pronto a callarme; mas ¿no es mejor en una asamblea como la nuestra, probar todas las cosas como manda el apóstol y creer todo lo que es bueno? Pero, mis venerables amigos, tenemos un dictador ante el cual todos debemos postrarnos y callar, aun su santidad Pío IX, e inclinar la cabeza. Ese dictador es la historia. Esta no es como un legendario que se puede formar al estilo que el alfarero que el alfarero hace su barro, sino como un diamante que esculpe en el cristal palabras indelebles. Hasta ahora me he apoyado sólo en ella, y no encuentro vestigio alguno del papado en los tiempos apostólicos; la falta es suya, no es mía. ¿Queréis quizá acusarme de mentira? Hacedlo si podéis.
Oigo a mi derecha estas palabras: "Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia" (Mt. 16:18). Contestaré esta objeción después, mis venerables hermanos; mas antes de hacerlo, deseo presentaros el resultado de mis investigaciones históricas. No hallando ningún vestigio alguno del papado en los tiempos apostólicos, me dije a mí mismo: quizá hallaré al papa en los cuatro primeros siglos y no he podido dar con él. Espero que ninguno de vosotros dudará de la gran autoridad del santo obispo de Hipona, el grande y bendito san Agustín. Este piadoso doctor, honor y gloria de la Iglesia Católica, fue secretario en el Concilio de Melive. En los decretos de esa venerable asamblea, se hallan estas palabras: «Todo el que apele a los de la otra parte del mar, no será admitido a la comunión por ninguno en el África». Los obispos de África reconocían tan poco al obispo de Roma, amonestándole que no recibiese apelación de los obispos, sacerdotes o clérigos de África; que no enviase más legados o comisionados y que no introdujese el orgullo humano en la iglesia. Que el patriarca de Roma había desde los primeros tiempos tratado de atraerse a sí mismo toda autoridad, es un hecho evidente; y lo es también igualmente, que no poseía la supremacía que los ultramontanos le atribuyeron. Si la poseyera, ¿osarían los obispos de África, san Agustín entre ellos, prohibir apelaciones a los decretos de su supremo tribunal? Confieso, sin embargo, que el patriarca de Roma ocupaba el primer puesto. Una de las leyes de Justiniano dice: «Mandamos, conforme a la definición de los cuatro concilios, que el santo papa sea el primero de los obispos y que su alteza el arzobispo de Constantinopla, que es la nueva Roma, sea el segundo». Inclínate, pues, a la supremacía del papa, me diréis.
No corráis tan apresurados a esa conclusión, mis venerables hermanos, porque la ley de Justiniano lleva escrito al frente: «Del cordón sedes patriarcales». Presidencia es una cosa, y el poder de jurisdicción es otra. Por ejemplo, suponiendo que en Florencia se reuniese una asamblea de todos los obispos del reino, la presidencia se daría, naturalmente, al primado de Florencia, así como entre los occidentales se concedería al patriarca de Constantinopla y en Inglaterra al arzobispo de Canterbury. Pero ni el primero, segundo ni tercero, podría aducir de la asignada posición jurisdicción sobre sus compañeros. La importancia de los obispos de Roma procede no del poder divino sino de la importancia de los obispos de Roma donde está la sede. Monseñor Darvoy no es superior en dignidad al arzobispo de Avignon; mas, no obstante, París le da una consideración que no tendría, si en vez de tener su palacio en las orillas del Sena se hallase sobre el Ródano. Esto, que es verdadero en la jerarquía religiosa, lo es también en materia civiles y políticas. El prefecto de Roma no es más que un prefecto como el de Pisa; pero civil y políticamente es de mayor importancia aquél. He dicho ya que desde los primeros siglos, el patriarca de Roma aspiraba al gobierno universal de la iglesia. Desgraciadamente, casi lo alcanzó; pero no consiguió ciertamente sus pretensiones porque el emperador Teodosio II hizo una ley por la cual estableció que el patriarca de Constantinopla tuviese la misma autoridad que el de Roma. Los padres del Concilio de Calcedonia colocan a los obispos de la antigua y de la nueva Roma en la misma categoría en todas las cosas, aun en las eclesiásticas (Canon 28). El sexto Concilio de Cartago prohibió a todos los obispos se abrogasen el título de obispo universal, que los papas se abrogaron más tarde. Gregorio I, creyendo que sus sucesores nunca pensarían en adornarse con él, escribió estas notables palabras: «Ninguno de mis antecesores ha consentido en llevar este título profano, porque cuando un patriarca se abroga a sí mismo el nombre universal, el título de patriarca sufre descrédito. Lejos esté, pues, de los cristianos, el deseo de darle un título que cause descrédito a sus hermanos». San Gregorio dirigió estas palabras a su colega de Constantinopla, que pretendía hacerse primado de la iglesia. El papa Pelagio II, llamaba a Juan, obispo de Constantinopla, que aspiraba al sumo pontificado, impío y profano. «No se le importe, decía, el título universal que Juan ha usurpado ilegalmente, que ninguno de los patriarcas se abrogue este nombre profano, porque ¿cuántas desgracias no debemos esperar si entre los sacerdotes se suscitan tales ambiciones? Alcanzarían lo que se tiene predicho de ellos: ‘Él es el rey de los hijos del orgullo’» (Pelagio II, Lit. 13). Estas autoridades, y podría citar cien más de igual valor, ¿no prueban con una claridad igual al resplandor del sol en medio del día, que los primeros obispos de Roma no fueron conocidos como obispos y cabezas de la iglesia, sino hasta tiempos muy posteriores? Y, por otra parte, ¿quién no sabe que desde el año 325, en el cual se celebró el primer Concilio de Nicea, hasta 580 años en que fue celebrado el Segundo Concilio Ecuménico de Constantinopla, y entre más de 1.109 obispos que asistieron a los primeros seis Concilios Generales, no se hallaron presentes más que diecinueve obispos de Occidente? ¿Quién ignora que los concilios fueron convocados por los emperadores sin siquiera informarles de ellos y frecuentemente aun en oposición a los deseos del obispo de Roma? ¿Que Osio, obispo de Códoba, presidió el primer Concilio de Nicea y redactó sus cánones? El mismo Osio, presidiendo después el Concilio de Sárdica, excluyó al legado de Julio, obispo de Roma. No diré más, mis venerables hermanos, y paso a hablar del gran argumento a que me referí anteriormente para establecer el primado del obispo de Roma.

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