sábado, 30 de diciembre de 2006

Cap. 15: CONCILIO DE VIENNE

15
CONCILIO DE VIENNE
(XV Ecuménico, según Roma)


Reunido en Vienne en 1311-1312. Convocado y presidido por el papa aviñonés Clemente V. Este concilio fue convocado en principio para tratar el "problema" de los Templarios, el rescate de Tierra Santa y la reforma de la iglesia.

Antecedentes históricos
Como lo hemos venido comentando, todo ese codicioso enfrentamiento entre el poder papal y el imperial dio como resultado la caída de los Hohenstaufen, la familia imperial alemana del Emperador Federico II. Los tiempos fueron cambiando el panorama político y eclesiástico en Europa, y la ambición humana trajo como consecuencia la decadencia del poder pontificio. Los gobiernos seculares aprovecharon sucesos coyunturales para irse sacudiendo del poder eclesiástico de la pretendida teocracia papal.
Desde Inocencio III, la curia romana se había inclinado hacia un cordial entendimiento con los reyes de Francia; pero no obstante surge un fuerte enfrentamiento entre el rey cristiano Felipe IV el Hermoso (nieto del rey san Luis) de Francia, y el papa Benedetto Gaetani, conocido como Bonifacio VIII (1294-1303), hijo de un noble de Anagni, y digno émulo de Hildebrando. Bonifacio VIII quiso mediar entre Eduardo de Inglaterra y Felipe IV de Francia, pero éste lo rechazó y entró en conflicto con él.
Felipe el Hermoso fue un gobernante que le dio prestigio a Francia, pero se le califica de cruel y trapacero, quien derramó mucha sangre para satisfacer sus ambiciones. El papa Bonifacio VIII había prohibido al clero, incluyendo el francés, prestar ayuda financiera a los soberanos; y ante la firme oposición de Felipe, promulgó una bula,*(1) la Ausculta fili, mediante la cual cita al rey a comparecer en persona o por medio de un enviado, y justificarse ante la asamblea eclesiástica en Roma. Ante la negativa de Felipe, y como las cosas se tornaran peores, el pontífice promulgó su famosa bula Unam Sanctam (1303), con la cual, y las innumerables Decretales, quiso coronar el edificio construido por Gregorio VII (Hildebrando), y definitivamente establecer la autoridad de los papas por encima de todos los gobiernos del mundo. Declaraba que la iglesia reinante no es "un monstruo bicéfalo". Declaraba enfáticamente que el jefe de la iglesia en la tierra era sólo el vicario de Cristo y sucesor de san Pedro, el padre santo de Roma, quien dispone de dos espadas, la espiritual y la temporal; que los príncipes de la tierra pueden usar la espada temporal, pero sólo estando de acuerdo con la voluntad del papa romano, y bajo su poder espiritual, juicio y eventual castigo.
*(1) Se trata de determinados documentos pontificios que llevan el nombre de bulas por la forma del sello de plomo adherido al extremo de un cordón de seda que colgaban de los mismos, a imitación de los antiguos romanos.

Como en Francia se había creado un clima amenazador en contra de los prelados, el papa amenazó a Felipe con la excomunión y otras medidas; las relaciones con Roma se quebrantaron de tal manera que el rey francés, con la colaboración de Sciarra Colonna, de la nobleza italiana y enemigo del papa, envió a Italia a su consejero Guillermo de Nogaret, con la misión de apoderarse del papa y traerlo a Francia. Toda la pontificia arrogancia e ínfulas políticas papales se le vinieron en su contra a Bonifacio VIII, y en su reinado llegó el fin del papa-emperador, pues en la ciudad de Anagni, Bonifacio VIII fue maltratado y hecho prisionero por Nogaret, Colonna y sus esbirros; pero habiendo reaccionado el pueblo a favor del papa, éste fue liberado a los tres días, y un mes después murió envejecido, apesadumbrado y lleno de melancolía. Por eso es de observar que si en Canosa el papa había humillado al rey, en Anagni resultó lo contrario. Además, todo lector de "La Divina Comedia" sabe que Dante Alighieri colocó a este papa en el Infierno.*(2)
*(2) Dante. La Divina Comedia. Infierno, XIX.

Empieza, pues, la decadencia del poderío papal, y con la elección de Clemente V (1305-1314) de nacionalidad francesa, se inicia lo que se conoce como el "cautiverio babilónico" de los papas en Aviñón, Francia, pues, a semejanza del de los judíos, este cautiverio también dura setenta años. Fue también la causa directa de lo que históricamente se conoce como el Gran Cisma de Occidente. Clemente V, no sólo por ser francés, sino para agradar a Felipe el Hermoso, decide hacerse coronar en Lyón, y por sentirse incómodo en la Roma de las luchas familiares y partidos rivales, decide fijar su residencia y sede papal en la ciudad de Aviñón, Francia, en 1309.
¿Qué se conoce como el "cautiverio babilónico" de los papas? Es una frase acuñada por los romanos. El papado había sido, pues, víctima de su propio invento al decidir no apoyar a los gobernantes alemanes y acercarse al país galo, en procura de sus beneficios políticos y económicos; pero antes de que se protocolizara el "cautiverio", ya los franceses habían prohibido la salida de dinero de su país con destino a Roma, y en vez de someterse a la supremacía papal, los pontífices vinieron a ser dóciles instrumentos en manos de los gobernantes franceses, quienes los usaban como una arma más en sus propósitos de supremacía en toda Europa; y para colmo, a partir de Clemente V, durante setenta años, la sede de los papas no fue Roma sino la ciudad francesa de Aviñón, período durante el cual todos los papas fueron de nacionalidad francesa. Esto duró hasta que Gregorio XI, aunque de nacionalidad francesa, accedió a regresar a Roma en 1376.
Bertrand de Got, quien como papa tomó el nombre de Clemente V (1305-1314), antiguo arzobispo de Burdeos, fue coronado en presencia del propio rey Felipe el Hermoso, de quien fue un instrumento valioso para que el rey se viese libre del fantasma de Bonifacio VIII y sus bulas; a la vez para apoderarse de las cuantiosas riquezas acumuladas por los Templarios gracias a sus actividades mercantiles y bancarias, orden monástica religioso-militar fundada por Hugo de Payens, en 1118, con el fin de proteger los peregrinos que se dirigían a Tierra Santa. ¿Qué hacer para conseguir estos objetivos? Nada mejor que la convocatoria de un concilio por parte de su papa títere, Clemente V, el cual quedó para celebrarse en Vienne del Delfinado, Francia. Clemente V, en la historia papal, se distinguió por su dureza para con los "herejes" y por las decretales o constituciones canónicas que elaboró, conocidas por el nombre de Clementinas, y que Juan XXII las publicó en 1317 bajo el título de Constitutiones Clementis, dándoles autoridad pública mediante la bula Quoniam nulla.

El concilio
Si los concilios convocados por el papado a la verdad no revisten la condición de ecuménicos, éste sí que menos. Fue inaugurado el 16 de octubre de 1311, con la asistencia sólo de los obispos que quiso el rey de Francia, es decir, los que defendieran los intereses franceses. A este concilio, lo que le faltó en la seriedad y profundidad de su contenido, le sobró en la forma, pues fue deslumbrante y magnificente su liturgia y pompa ceremonial.

Los Templarios. Circulaban toda clase de rumores acerca de los supuestos vicios de los Templarios y su vida inmoral, acusándolos además de que en sus reuniones adoraban al diablo y otras prácticas tenebrosas. Ellos estaban diseminados por todos los países, pero en Francia tenían concentrada una enorme fuerza, y al rey francés le interesaban sus caudales, y a través de su consejero Nogaret empezó a perseguirlos. Entonces por la codiciosa presión de Felipe el Hermoso, este concilio creó una comisión conciliar que investigara y aportara "pruebas" de culpabilidad en contra de los Caballeros Templarios; y como resultado, el papa suprimió la orden, pues ellos años antes ya habían sido acusados de haber renegado de Cristo, de escupir la cruz durante sus reuniones y de entregarse a la idolatría y a vicios contra natura. Ya habían sido sometidos a prisiones, torturas, pero faltaba la aprobación papal para llevarlos a la hoguera. El papa aprobó la muerte de centenares de templarios y suprimió la orden por medio de la bula "Vox in Excelso"; ellos fueron quemados a fuego lento, incluyendo su general Jacobo de Molay, y sus bienes fueron a parar a la orden de los Caballeros de Malta y a las arcas de Felipe. ¡Qué ironía, que unos astutos títeres eclesiásticos mandaran a la hoguera a unos monjes fieles a Roma, y muchos tal vez a Cristo, por la sola orden de un rey ambicioso!
Vemos también cómo el papado mismo se contradice una vez más en lo de la infalibilidad papal, pues le fue concedido al rey lo de la supresión de los Templarios a cambio de no condenar la memoria y los escritos de Bonifacio VIII, pero a la postre fueron cancelados todos los documentos que resultaran injuriosos para Felipe.

Los "fratricelli". Este concilio en su tercera sesión tomó medidas contra los beguinos, basándose para ello en que eran medios de difusión de herejías. Los beguinos eran una especie de grupos cristianos de laicos parecidos a las terceras órdenes de los frailes, que originalmente se componían de sólo mujeres; vestían ropa diferente, y por lo general llevaban una vida colectiva en las casas beguinas. Se relacionan a menudo con los monjes franciscanos. También condenó a los "Fratricelli", el ala estricta de los franciscanos, quienes llegaron a denunciar al papa romano como el anticristo, y fustigaban al clero a fin de que los jerarcas se desprendieran de las posesiones materiales que disfrutaban.

Reforma de la iglesia. Hubo serios intentos por reformar la iglesia, pero mientras no se ataque el mal de raíz, los frutos seguirán siendo podridos en un clero más preocupado en los intereses materiales y seculares, prebendas y prerrogativas eclesiásticas, que por los intereses del Señor y Su Reino, que es a fin de cuentas lo que se supone por lo que se deberían preocupar. Todas las quejas de los prelados en el concilio, se limitaban a defender esos intereses. Si el clero daba ese ejemplo, ¿qué quedaba para los laicos? Si no había dinero de por medio para enviar al obispo o engrosar las arcas papales, llovían las excomuniones, y la posterior compra de las respectivas absoluciones salía por sumas exorbitantes.
Consecuencias
Como lo hemos visto, Felipe el Hermoso de Francia fue el ideólogo y directo autor del "Cautiverio de Aviñón" del papado romano, y el Concilio de Vienne fue el primer fruto directo de ese cautiverio, y evidentemente la decadencia del papado se hizo sentir, no tanto debido a que se había trasladado su sede de Roma, sino porque con el prestigio que aún tenía, sirvió a los intereses de la corona francesa, en donde sus reyes hicieron del papado lo que quisieron; entidad babilónica que las Escrituras llaman ramera.
Vemos, pues, que siendo el papado romano un ente cuyos orígenes no provienen propiamente de Jesucristo y sus propósitos eternos, su misma naturaleza de raigambre netamente humana, ha estado sujeta a través de la historia a los vaivenes de los intereses y veleidades propias del hombre; de donde vemos que de los augustos y encumbrados ideales de Hildebrando, Inocencio III y Bonifacio VIII a la triste realidad de Clemente V y sus sucesores en Aviñón hay una abismal diferencia. Un papado que había luchado por el dominio mundial aun por encima del mismo emperador, ahora ha llegado a la vergonzosa realidad de ser títere en el tinglado político de una corona europea.
En el Concilio de Vienne, Clemente V condenó los "Fratricelli" y algunas de las doctrinas de su dirigente, Juan Pedro Olivi ( 1297), quien había denunciado en visiones y revelaciones proféticas al papado romano como el anticristo. El papa Juan XXII (1316-1334), sucesor de Clemente V, condenó post mortem a Olivi en 1318 y condenó de nuevo a todo el movimiento de los "Fratricelli", y a raíz de toda esa persecución fueron quemados más de 115 franciscanos de esa línea espiritual que tanto se oponía al papado, por orden de la Inquisición; y a pesar de que el cadáver de Olivi fue desenterrado y quemado por hereje, sin embargo, el papa Sixto IV (1471-1484), después de examinar algunos de los escritos de Olivi, reivindicó su memoria, anulando las decisiones de sus "infalibles" predecesores.
Los siete papas que establecieron su sede en Aviñón, gozaron de una vida llena de lujo en sus residencias palaciegas, rodeados de una formidable burocracia, cardenales y subordinados; a la verdad se considera que los papas aviñonenses llegaron a ser los potentados más poderosos de su época. Aunque algunos de estos papas fueron hombres aparentemente honrados, sin embargo, la maquinaria y estructura eclesiástica despótica que el mismo papado se había encargado de crear para sus propósitos políticos y de prestigio en Europa, impedía corregir los abusos, el pluralismo en beneficios de prebendas, el ausentismo de los titulares en los lugares en donde debían ejercer sus cargos eclesiásticos y de donde percibían pingües entradas, la avaricia y la inmoralidad del clero en la cristiandad occidental.
De manera, pues, que vemos que ya mediaba un gran abismo entre la iglesia liderada por el papado y el puro cristianismo apostólico; y, como lo hemos venido señalando, todas las voces de protesta eran acalladas, como el caso de los valdenses, los franciscanos del ala "espiritual" y otras minorías que siempre fueron perseguidas por el monstruo babilónico. Pero gradualmente Dios iba suscitando esclarecidas y lúcidas mentes, que fueron intuyendo las falsificaciones que sostenían este poderoso y confuso edificio, en la medida en que podían tener acceso a los documentos originales de las resoluciones de los primeros concilios ecuménicos y otros, en los que supuestamente o a pesar de ellos, basaban las falsas Decretales en las cuales sustentaban su estructura cancerosa. Entre esas voces de censura, protesta y condena, surgieron figuras como:
Roberto Grostête de Lincoln (1175-1253), obispo inglés quien con su obra "De corruptelis Eclesiæ" atacó la relajación moral y espiritual del clero y la Curia romana.
Jacobo de Vitry (1240), cardenal e historiador francés.
Dante Alighieri (1265-1321), el gran poeta florentino, quien en sus obras "Monarquía" y la "Divina Comedia", aunque fiel católico, abogaba porque el Imperio secular se viera libre de las injerencias pontificias, y coloca a muchos papas en el "infierno" de su "Divina Comedia".
Rogerio Bacon (1214-1294), científico franciscano, quien en su obra "Opus Tertium" acusó con dureza a la Curia romana.
Álvaro Pelayo (1329), quien, aunque empleado en la Curia romana, la acusó de simonía y corrupción, de lo cual fue testigo presencial.
Durando de Mende (1334). Este dominico, aunque basándose en las falsas donaciones de Constantino, creía en el dominio absoluto de los papas sobre la iglesia; sin embargo, estaba en contra del proceder y la corrupción de la Curia Romana. Cayeron en oídos sordos las medidas de reforma que incluyó en su obra "Tratado sobre la manera de celebrar el Concilio General".
Francesco Petrarca (1304-1374), gran poeta y humanista italiano del Renacimiento, quien en sus escritos testimoniaba que la corte papal daba cumplimiento a las profecías sobre el anticristo, dada la corrupción y el alto grado del vicio reinante allí.
Marcilio de Padua (1275-1343), médico, teólogo y rector de la Universidad de París, coautor de la, para su época, revolucionaria obra "Defensa de la fe contra la jurisdicción usurpada por el Romano Pontífice". Abogaba por la absoluta separación entre la Iglesia y el Estado, atacando la institución del papado y el poder temporal del clero.
Guillermo de Occam (1300-1349), filósofo y teólogo inglés que atacó la institución del papado como no necesaria para la iglesia, y defendió la sola infalibilidad de las Escrituras; todos los demás, concilios ecuménicos, papas, cardenales, pueden errar. Sostuvo Occam que el Señor jamás nombró a Pedro como príncipe de los apóstoles. Fue un verdadero precursor de la Reforma Protestante.

El Gran Cisma de Occidente
Como se sabe, la institución del colegio de carnales fue algo tardío, extraño y perturbador para la vida de la Iglesia; fue algo introducido mil años después de iniciada la Iglesia en Jerusalén, y cuya influencia era y ha sido nefasta, pues es un elemento cuyos orígenes no son bíblicos sino babilónicos. Durante el llamado cautiverio babilónico del papado en Aviñón, este colegio cardenalicio, formado en su mayoría por franceses, se constituyó en una oligarquía enfrentada por mucho tiempo a la soberanía absoluta del papado, sobre todo por lo relacionado con la participación en los ingresos que se repartían los cardenales y el papa. Ellos se sentían con derechos por ser quienes elegían a los papas; pero ante la presión y amenazas de las turbas romanas, a la muerte de Gregorio XI (1370-1378), fueron obligados a elegir un papa italiano, y la elección recayó en Bartolomeo Psignano, arzobispo de Bari, con el nombre de Urbano VI (1378-1389), quien se estableció en Roma; pero habiendo creído que Urbano rehusaría el pontificado, por aquello de que sería consciente de que su elección había sido efectuada bajo presión del populacho, y ante su rotunda negativa y por su autoritaria intención de llevar a cabo la reforma de la Curia, los purpurados lo tildaron de apóstata y anticristo, entonces lo abandonaron y eligieron a un nuevo papa, al cardenal Roberto, con el nombre de Clemente VII (1378-1394), protocolizándose así, con dos papas rivales, lo que se conoce en la historia como el Gran Cisma de Occidente (1378-1409), con sus respectivas anatematizaciones, excomuniones mutuas y desprestigio.
Toda la cristiandad occidental se desorientó y dividió de tal forma, que unos países estaban con un papa y otros reconocían al otro. El Imperio Germánico, Inglaterra, Bohemia, el reino de Castilla, se inclinaron por el papa romano; Francia, el reino de Aragón, el reino de Nápoles y Escocia, reconocieron al papa francés; de manera que en este punto la infalibilidad papal quedó en entredicho a la luz de todo el mundo. Hubo, pues un momento histórico en que no sólo había dos papas y dos colegios cardenalicios, sino que a veces había dos obispos disputándose la misma diócesis, dos abades disputándose la misma abadía y dos párrocos la misma parroquia. Pero lo más triste es que los desprevenidos cristianos de esa época eran víctimas inocentes de esa guerra de intereses políticos y económicos, amenazados como eran por las maldiciones lanzadas por cada papa en contra de los seguidores de su rival, advirtiéndoles del peligro de perder su propia salvación por el hecho de seguir a un impostor, cismático, apóstata y blasfemo; como si la salvación eterna dependiese del hecho de seguir a un "guía infalible" que se hace llamar vicario de Cristo. ¡Vaya la suerte de esa gente! pues no intuían que si ese guía infalible hubiera sido puesto por Dios, conforme las Escrituras, Él mismo les hubiera aclarado quién de los dos era el legítimo. En el fondo, Dios permitía esta situación a fin de que la gente fuese abriendo los ojos, conociendo la verdad, siendo testigos de esa gran farsa, madurando, suscitando algunos voces que clamaran en el desierto, como un Juan Wicleff en Inglaterra y un Juan Husss en Bohemia, que fuesen preparando el camino para la futura Reforma.
Juan Wicleff, nacido en 1320, estudio filosofía y teología en Oxford, y se doctoró en teología después de haber sido ordenado sacerdote; pero tuvo claridad de la corrupción reinante entre el clero, incluyendo los monjes, los sacerdotes, la Curia y hasta el mismo papa, y enfilaba sus baterías contra esas cuadrillas de frailes perezosos y comilones, que practicaban "una religión para vacas gordas". Como es de suponer, todo esto le valió que el papado ordenara lo prendieran por "hereje", pero el pueblo inglés lo apoyó, y Wicleff se negó a presentarse ante la autoridad romana para el interrogatorio inquisitorial. La integridad moral llevó a Wicleff a tomar como único guía religioso al texto de la Sagrada Escritura, y a reconocer al papa como jefe de la Iglesia a condición de que viviera en pobreza apostólica y renunciara a toda pretensión al poder temporal. Como auténtico precursor de la Reforma, atacó al celibato clerical, el negocio de las indulgencias, la veneración de santos y reliquias, y negó el valor de las misas en sufragio de los difuntos; él puso en tela de juicio el dogma de la transubstanciación. Wicleff tuvo muy claro que para que una persona consiga su salvación no tiene necesidad de papas ni de obispos. En una época en que la Biblia era un libro de prohibida lectura, en que pocas personas sabían leer y en que aún no se había inventado la imprenta, se dio Wicleff a la tarea de traducir la Biblia al idioma inglés, sirviéndose para ello de la Vulgata latina de Jerónimo; esto para demostrar delante de todo el mundo que sus ataques contra el corrupto sistema clerical se apoyaban en las Sagradas Escrituras.
Las ideas de Wicleff, difundidas mediante sus escritos y a través de la predicación de las falanges de oradores enviados por él, a los cuales llamaban "lolardos", llegaron de Oxford a la Universidad de Praga, en donde tuvieron buena acogida por muchos profesores y discípulos. Allí se formó un partido de Wicleff cuyo caudillo fue Juan Huss, profesor de la Universidad, sacerdote y conductor de multitudes. Huss llegó a ser rector de la Universidad de Praga, pero tanto él como sus adeptos fueron excomulgados por el papa Juan XXIII, el tenido por antipapa en el catolicismo romano. Pero eso no impidió que Huss prosiguiera su lucha contra una iglesia corrompida, sobre todo cuando este papa envió a Praga un legado que a redoble de tambor ofrecía indulgencias por dinero contante y sonante. Juan Huss decía que "hay dos clases de sacerdotes, los de Cristo y los del anticristo". Huss estaba de acuerdo en la convocatoria de un concilio general que pusiera fin a todos esos desmanes dentro de la cristiandad.

El concilio de Pisa
Téngase en cuenta que hubo voces como las de los profesores alemanes de la Universidad de París, Enrique de Langenstein y Conrado de Gehnhausen, que en su momento, pese a no descartar el papado, declararon en forma verbal y escrita, que se resistían a identificar la iglesia romana con la Iglesia universal. Enrique designa a los monasterios como "prostíbula meretricum3", y a las catedrales "speluncæ raptorum et latrorum4". De acuerdo al espíritu de la época, nadie concebía la unidad de la Iglesia como Cuerpo de Cristo sino como una organización, y ya que el papado no garantizaba esa unidad, era necesario la convocatoria a un concilio general.
De esa misma línea de pensamiento era Pedro d’Ailli (1350-1420), canciller de la Universidad de París y cardenal desde 1411. También Nicolás de Cusa y Gerson, el Italiano Zarabella y los españoles Escobar y Juan de Segovia. La idea de los conciliaristas era que el papado debía convertirse de una monarquía absoluta a una monarquía más o menos constitucional, sometida a los poderes legislativo y judicial ejercidos por el concilio general, poniendo como única cabeza infalible al Señor Jesucristo.
En todo esto se intuye un clamor de reforma, de romper las asfixiantes cadenas de la Curia y sus simonías. Pero faltaban voces que personificaran una verdadera reforma, un auténtico retorno a la Sagrada Escritura, al sencillo evangelio que predicaran el dulce rabí de Galilea y sus apóstoles. Todos los cristianos que tenían una mejor claridad de las cosas veían que el Cisma se estaba dilatando demasiado, de modo que era inminente la convocatoria del concilio anhelado.
En Aviñón, el español aragonés Pedro de Luna sucedió en 1394 a Clemente VII, con el nombre de Benedicto XIII; mientras que en Roma reinaba pontificalmente Gregorio XII. Como ninguno de los dos abdicaba, al fin con la presión ejercida por los hombres de la Universidad de París, como Gerson, cuajó la convocatoria de un concilio general, y algunos cardenales animosos, tanto de Roma como de Aviñón, tomaron la firme decisión de celebrar un concilio en Pisa, Italia, el cual inició sus sesiones el 23 de marzo de 1409, con la protesta de ambos papas.
Este concilio congregó a más de mil participantes, entre los que se contaban no sólo cardenales y obispos, sino también abades, generales de las órdenes monásticas, procuradores de obispos y abades, representantes de las universidades europeas, doctores en teología y derecho canónico, y legados de las cortes europeas, quienes adoptaron la enérgica determinación de condenar, deponer y declarar heréticos y cismáticos a los dos papas que habían quebrantado la unidad de la Iglesia, despojándolos de todas sus dignidades y excluirlos de la comunión de la Iglesia. No procuraron aplicarse a una inmediata y genuina reforma, sino que allí mismo, y mediante un cónclave, fue elegido un nuevo papa oriundo de Creta, el cual tomó el nombre de Alejandro V. La solución salomónica de este concilio no fue el remedio, sino que se agravó la enfermedad, pues los dos papas depuestos hicieron caso omiso de las determinaciones del concilio, y en vez de dos, la cristiandad tuvo tres pontífices. Había sido una falsa ilusión. Nosotros, los actuales lectores de la historia, aunque distanciados en el tiempo de una época llena de oscuros manejos en las esferas eclesiásticas, debemos comprender que, aunque ellos hubiesen querido abdicar para contribuir a la unidad de la cristiandad latina, era más fuerte la efímera gloria que gozaban, y además, detrás de ellos se movían muchos intereses y voluntades más fuertes, como los cardenales y parientes que vivían de sus rentas.
Ya con tres papas, uno en Aviñón y dos en Roma, el escándalo se había triplicado. Alejandro V fue sucedido por Baltasar Cossa, quien adoptó el nombre de Juan XXIII (1410-1415), napolitano de nacimiento, cargado de pasiones, quien antes de ser elegido pontífice romano había dirigido la política de la Curia Romana, lo cual usó para comprar las conciencias en medio de los banquetes y francachelas palaciegas.
Vemos, pues, que el tan anhelado concilio tampoco fue el instrumento adecuado para llevar a cabo una reforma tajante y decisiva; comenzando porque el concilio no supo prescindir del papado como cabeza de la Iglesia, y poner al concilio por encima del papado. Por lo cual, los partidarios de un rotundo cambio, depositaron sus esperanzas en el poder temporal; y fue así como surge una nueva figura en el panorama político europeo; el rey Segismundo de Hungría, más tarde rey de Bohemia y emperador de Alemania, quien, de acuerdo con el papa Juan XXIII, se propuso convocar un nuevo concilio en el cual se pusiera remedio a toda esa situación.

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